Damisela Centenario de Wáshington en las Escenas de Estados Unidos por José Martí.

José Martí - Centenario de Wáshington - Estados Unidos.

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José Martí
Centenario de Wáshington
Escenas de Estados Unidos


Esta escena fue redactada por José Martí el 18 de abril de 1889 en Nueva York y enviada a “El Partido Liberal” donde se publicó ese mismo año.




Esta noche ha comenzado el Centenario suntuoso de la primera jura de Wáshington. De eso solo se ocupa la ciudad. Ya no cabe en los hoteles la gente que llega. Las calles están llenas de campesinos endomingados, de novias de aldea que se pasean por Broadway con los guantes de bodas, de ancianas satisfechas, de esas de quitasol y ridículo, que sonríen a la multitud, para que les admiren el vestido escocés, o dorado y azul, o verdepino con adornos de plata. En las escuelas no se da clase, sino de patriotismo, y cada niño recita un arranque de Patrick Henry, el primer abogado de la guerra, o de Rutbedge, el orador ardiente del Congreso Filadelfia no, que el inglés Chathan proclamó el primer Congreso del mundo, o de Henry Clay, el que hallo bien que en los días de amargura los hombres amen a su patria hasta el sacrificio: a las niñas les enseñan versos de Emerson, de Lowell, de Whittier, en que se celebra "el cañonazo que dio la vuelta al mundo", "el aire que respiraron Dekalb y Sumter", "el suelo que nos dio este hombre imperial;" o cesa la enseñanza, y salen a la calle con los maestros a ensayar el paso con que han de ir estos soldados de mañana en la procesión a que le están levantando arcos más altos que la cruz de las iglesias. Se piensa en Roma cuando se pasea estos días por las calles principales, llenas de travesaños y virutas, de escaleras y puntales, de los estrados donde, a tanto por cabeza, van a ver la procesión el señorío y el pueblo. El señorío quiso hacer suya la fiesta, como cosa de herencia personal, y ocasión de lucir la sangre, que los que vienen de los próceres de la revolución creen tener más fina que los que han comprado libreas para sus lacayos con el dinero del comercio y los ferrocarriles. Ni de las procesiones siquiera se habla tanto como del baile que trae a capirotazos a toda la gente linajuda, aunque una procesión va a ser de buques, como la que salió a recibir a Wáshington cuando vino a New York a jurar la presidencia, y en otra van a marchar juntos, como pocas veces se les vio, los federales azules, que celebran el centenario como la confirmación de su poder, y los confederados grises, que tienen a Wáshington por suyo propio, porque el fue la flor y la gloria del Estado materno, de la romántica Virginia: y la parada mayor será la cívica, la parada popular, con muchas maravillas, pasos y alegorías, y Wáshington y su mujer de cera en su coche, como cuando iban los domingos a la iglesia, o venían de bailar el minué en casa del embajador español, hombre de buenos vinos y espada de ceremonia, muy mentado por sus bailes de tono, en que se servían nueces, helados y manzanas.


Los eruditos y los curiosos son los que hablan de estas cosas, y saben si Wáshington deletreaba bien el ingles en sus cartas sesudas, o si escribió o no con asesor lo que pasa por suyo, o si fue de verdad tan pomposo como lo pintan, y tan amigo del clarete y del madera, o si amó o no fuera de casa. Los libreros dicen que no han vendido estos días más literatura de Wáshington, más "Vidas" de Irving o Hale, más "Escritos" de Sparks, más "Mount Vernon" de Lossing, que los que venden usualmente, que nunca son muchos. De lo que no se cansan de hablar pobres y ricos es del baile famoso; de la fatiga de los linajudos porque el baile no se les fuera de las manos, y pararse en cosa pública; de las escaleras que hay que subir, y los pesos que hay que pagar, para obtener de los ceñudos caballeros una papeleta de entrada, impresa en letras de oro, con el medallón del prohombre en el centro; de que por fin vendrán al baile los representantes y senadores del Estado de New York, entre quienes resulta que anda un encubridor de bandoleros, que no hace malos discursos, y cobra el barato a las cuadrillas de jugadores y asesinos; de que ha habido entre los "cuatrocientos", entre lo de arriba de la nata y lo fino de la flor, peleas mortales de hombres y mujeres, porque la junta no quiere dar puesto en el cotillon de honor a quien no venga en línea recta, sin escapadas ni menjurjes, de las familias que bailaron en casa del francés Moustier la contradanza celebre de la primera inauguración, cuando salió Wáshington de traje de terciopelo y sin espada, a hacer paso y cadena, al son de los violines, con aquella desdeñosa, aquella coqueta Sally Carry, que lo dejó cuando joven para casarse con un Lord Faírfax. Se cuchicheó mucho entonces, y ahora más; porque por mucho que estiran la genealogía los ricos, no les llega a cien años, o le quiebra una rama un tendero como Astor, o un botero como Vanderbilt, o un especiero como Peter Cooper, por lo que ha habido millonario despechado que está ya en viaje para sus castillos de Inglaterra, antes de morderse los labios en el baile, viendo desde su palco piruetear entre Adamses y Jays, entre Hamiltons y Fishes, entre Lewises y Gerrys, entre Morrises y Kings, a "unas pobretas mal vestidas," con "pedrotes montados en plata", como si el venir de los fundadores de un pueblo fuera más mérito que el de aprovecharse de él para hacerse bañaderas de marfil, alcobas de ónix y comedores de oro.


Pero cuando, desde el mismo escritorio de caoba que usó Wáshington en sus tiempos de Presidente, declaró hoy un delegado del Corregidor de la ciudad abiertas, con la "Exhibición de Retratos y Reliquias", las fiestas del Centenario de la jura, no faltaba en los salones, en los cinco salones repletos, una cara conocida: allí las damas mentoras, que amparan beneficencias y dan banquetes; allí las herederas principales, con trajes de seda parda y talle suelto, como en los tiempos de "la hija adoptiva", la lindísima Nelly, a quien le compró Wáshington un clavicordio de mil pesos; allí, como mendigos de estas reinas, los pobres galanes, con franja en el pantalón y solapa de raso; allí los que se llevan el corazón con su cabeza blanca, con aquel modo de inclinarse ante las mujeres que ya se va olvidando, con aquellas corbatas de tres vueltas y casacas de ala de pollo, -los viejos con su sonrisa de resucitados. De memoria conocen los viejos los retratos de Wáshington: los jóvenes pasan sin mirar, alisándose el capul, tentándose el corsé, codeando.


Y no se sabe lo que ver primero. Hay trajes de la revolución, armas de las que vencieron al inglés Cornwallis, periódicos de la época en que contendían "Pacificus" y "Helvius", óleos y miniaturas, muebles y libros, loza y argentería. Junto a la mascarilla de Wáshington, donde se le ve el rostro noble y fuerte, ancho por los ojos, de boca reflexiva y nariz de poder, con el labio de arriba embebido, está un tocador donde se besan dos palomas, un cubierto de mango de piedra verde, un encaje del que se ponía el prohombre de puño, y la pierna de palo del embajador que encantó y aconsejó a París, de "Gouverneur" Morris. Todo el mundo quiere ver a la vez las espadas: la corta, de cabo de hierro, que llevaba Wáshington, el único oficial que quedó con caballo, en la derrota cuando la guerra india del Monongahela; la de puño de plata, de guarda hecha a cincel, con vaina blanca y cordón de plata pura, que cargaba al cinto cuando puso la mano en la biblia de los masones, y prometió servir a su país como caballero honrado; la de puño de oro que le regaló Lafayette, fina y esbelta como su donante. Entre las espadas enseñan los pistolones el cabo marroquí, y la chispa mordida por las tenazas del gatillo, que es toda una ferretería. Al lado están las platas de aquel tiempo, las cafeteras lisas, con mucho cuerpo del mango al pico, y el mango de ébano; las cestas cinceladas, para que se viera bien la fruta; los candelabros estriados, con su base de escalinata, y su capitel corintio; las salseras capaces, con el asa imitando una paloma; los jarros altos y delgados como columnas, con el ángel arrodillado ante la corona de la tapa, y los relieves de guerras y de biblias.


¿Qué autógrafo se verá primero? ¿El de Lafayette, franco y firme, no sin sus adornos y vueltas, o el de Wáshington, que peca por la ortografía, sólido y preciso como su carácter, con muchos puntos y comas y guiones, de letra corrida y de tamaño común, que no cambia jamás, bien apunte las libras que adelanta a sus hijastros del dinero que les administra, bien escriba a su mujer que ha arrodillado a Inglaterra en Saratoga, y no tienen ya que hacer las águilas republicanas?


¿A los periódicos se irá primero, o a los trajes? Los periódicos de entonces eran muchos, de tres o cuatro columnas, y más sustancia que páginas. Todo era el "Federal", "el Americano", "el Colombiano". Había Mentores, Monitores, Censores, Anunciadores, Crónicas, Gacetas, Centinelas, Heraldos. Uno era "Argus", otro "Estrella", y otro "Paladión". Allí se publicaba la historia de "Eugenio y Florinda", o "el largo y detallado encuentro de nuestro buque Hampden con un barco de guerra inglés de las Antillas", o "pensamientos sobre la guerra", o cartas de polémica y consejo, con firmas bucólicas o romanas. Y al fin los anuncios, de un jardinero que vende semillas, de un tendero que acaba de traer sedas francesas y botones con el retrato de Franklyn, de un librero que ofrece libros de salmos, de un buey y un negro que se han perdido, el buey, bermejo, y el negro, cojo. Aquí está el baúl de Wáshington, el baúl de campaña, no mayor que una maleta de ahora, de cuero claveteado, con la tapa de haldas. Esos son los platos de estaño de Su Excelencia, en los que daba a comer con mucha ceremonia a su familia de ayudantes, o a los marqueses del rey francés, a quienes asombraba aquel poner y quitar mesas, y servir la cena cuando estaban cascando las nueces del festín de por la tarde, donde todos comían como héroes, menos "el hombre más grande y virtuoso del mundo", que se contentaba con una sencillez, y su madera para los brindis, que eran de uso entonces, -unos cuatro o cinco brindis.


De los trajes, el más lujoso es el del munífico John Adams, caballero de peluca y bastón, y de chupa de terciopelo y chaleco enflorado: pero el que se viene a ver es el vestido de seda castaña que llevó Wáshington el día de la jura, y no estuvo mal, según cuentan, en aquel cuerpo formidable, que tenía de las corvas a la coletilla la altura de una persona de buen tamaño: es de tapa el calzón, abotonado y abrochado a la rodilla: y el chaleco tiene sobre los bolsillos tres botones de seda, como en la hilera del pecho y en las bocamangas: allá, solitario, en un maniquí con el seno de papel, cuelga un traje de mujer, de la misma seda, el traje vacío de Martha Wáshington, -la de familia ilustre, -"era de Dwindidge," -la que "nunca fue bonita," -la celosa, la viuda rica, -la que en los años de la guerra iba a vivir con su señor en el campamento cuando se aquietaba la campaña. ¡Entonces no era como cuan do se comía en la vajilla de porcelana de lo mejor, con una orla de mirto y otra de laurel, y la "G. & M. W." en medio del plato, en un cerco de rosas, y arriba un águila de oro, con las estrellas a la cabeza y los rayos a los pies! Debajo de un cristal están juntos un traje verde de mujer, de mangas muy floridas y una capa de miliciano.


Wáshington, Hamilton y Franklin se llevan los ojos en la galería de retratos. Ni Wáshington oscurece a Hamilton, el chiquitín isleño, el tesorero de la guerra y de la primera presidencia, el que se sacó de la cabeza casi divina la república armada; el de los ojos azules como el mar de sus Antillas, de boca fina que va a romper a hablar, de frente alta por las cejas y echada muy atrás hacia el pelo de espaciosas entradas: la levita le hace pliegues sobre el pecho, como si sobrase lo de abajo: la cara fea resplandece con gracia de Apolo.


Franklin no quiso que lo vieran poco galán, y regaló él mismo su retrato al pastel, con todos los ojos azules y rosados de su carne sana: la frente se le levanta como en doble cúpula sobre ambas cejas, y tiene el ceño arrugado, como del mucho pensar: los ojos de párpados claros dicen: "no me mientas": la boca es como de quien se ríe a sus horas y sabe callar, con el labio de abajo como burlándose del de arriba, y de los que se lo ven: el cabello gris, fino como seda, le cae por los hombros: es de un paño de perla el traje; y el abdomen voluminoso.


Wáshington está mejor, con su perfil aguileño, su nariz caída por la edad, su labio encogido, su barba firme, cuando le saca a hurtadillas el retrato un curioso en la iglesia, que cuando se sienta con polvos y pompas a que le copien a la vez la cara presidencial tres pintores a quienes el respeto de su persona les hace temblar la mano. De muchos pintores se dejó retratar, y aun sacar en vida la mascarilla donde se le ve la magnanimidad y entereza. El se retrató cuando volvía de su primera gloria, de haber ido sin guardia, por entre indios asesinos y guías traidores, a decirle al francés que echara atrás los fuertes que estaban plantando en tierra inglesa; cuando de guerra en guerra ganó la coronelía, la mano de la viuda y el respeto de sus americanos; cuando el arrebatado Patriack Henry declaraba que no había en el Congreso de Filadelfia, el que echó los cimientos de la nación, militar más apuesto ni consejero más sesudo, que aquél que años antes se quedó sin palabras con que responder, cuando el presidente de la Asamblea de Virginia le alabó en un discurso improvisado el valor: "¡A ese, dijo un jefe indio, lo creó el Padre del mundo para que pasase vivo por las balas!" "¡A ese, dijo un sacerdote inspirado, le ha permitido la Providencia salir salvo de manos de los indios para que preste algún inestimable servicio a su patria!"


Se retrató cuando vivía, ya coronel famoso, en su hacienda de Mount Vernon, cazando y sembrando, con mesa abierta y cuarto libre para los amigos del señorío, cuando supo los agravios de Boston contra los ingleses, y salió de su prudencia, con aquel fuego que guardaba él entre ceniza, para 'levantar a su costa dos mil hombres en defensa de la libertad americana"; cuando peleó en tanta estrechez a la cabeza de las tropas, que quinientos pesos le hubieran parecido "la salvación", y un pan fresco, un festín; cuando, echado el inglés, vino entre arcos de flores a Nueva York a jurar su cargo de presidente primero de la República, que rigió con mano de padre; pero sin quitarse los encajes ni el terciopelo: y acababa de retratarse cuando, llegada la hora de morir, acaso por haberse detenido en la mañana lluviosa a acariciar a su caballo de guerra, se sentó en la cama, se compuso la ropa, cruzó los brazos sobre el pecho, y acabó sereno. Pero tal vez su retrato mejor es aquél de cara enjuta, sin bellezas postizas ni adulaciones del pincel, en que clava los ojos inquisidores en el que atenta a su respeto o le compromete su República; tal vez está mejor en el cuadro de Peale, de militar arrogante con cara traviesa, en traje mahón de casaca azul, con bota negra y acero desenvainado, entre heridos y pabellones, venciendo en Monmouth, que cuando Stuart lo pinta de presidente después de la hora de tocador; cuando los dientes recién hechos le afeaban la encía, y los retoques de colorín le daban a la cara mortecina cierto aire de máscara.


¡No es a ese anciano repintado y frío a quien Federico el Grande llamó el primer general del mundo! Ni el que en una reunión amenazadora de los militares descontentos del poder civil, les pidió permiso para leer con espejuelos el discurso en que les aconseja respetarlo: "¡se me han puesto los ojos débiles en el servicio de mi patria!" Pero no era la caja de espejuelos lo que se agolpaba a ver el gentío favorecido, el gentío rico e ilustre de esta primera noche de la exhibición, el gentío de caballeros y de damas: no era la biblia sobre que juró: no era el tomo de máximas de Hale en que aprendió la virtud: no eran los platos de estaño: lo que se agolpaban a ver era la espada.


Pero de pronto se vuelven unánimes todas las cabezas. De reliquias, de retratos, de la argentería, de la vajilla, de todo se olvidan: -"¡Encantadora!


-¡Una reina!" "¡Oh, qué sencillez!" "¡Pero qué alta!" "¡Qué bien le está la frente desnuda!" "¡Nadie como ella pudiera llevar sin deslucirse ese traje de casimir amarillo!" "¡Traje suelto, y saya casi lisa!" "¿Quién la olvida que la ve sonreír y mirar una vez?" "¡Oh, qué delicada criatura!" "¡Oh, Mrs. Cleveland!"


Y pasa, graciosa como una niña, del brazo de un anciano.





José Martí
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Última Revisión: 15 de Septiembre del 2007
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