Damisela Caminadores en las Escenas de Estados Unidos por José Martí.

José Martí - Caminadores - Estados Unidos.

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José Martí
Caminadores
Escenas de Estados Unidos


Esta escena fue redactada por José Martí el 7 de marzo de 1882 en Nueva York y enviada a “La Opinión Nacional” donde se publicó el 22 de marzo de 1882.




Con más dificultad se abre paso el espíritu por entre las brumas húmedas de este mes de marzo, que lo espantan y contristan y lo invitan, no a salir de sí, sino a reentrar en sí, -que aquella conque, en este instante mismo, apretados los codos a ambos costados, cerrados los puños, jadeante la faz, y llagados los pies, tajan el aire en una carrera los "caminadores", que en torneos por dineros, comparten con sus hazañas repugnantes, su faz marmórea, y sus ojos salidos de las órbitas, la admiración de un público enfermizo que ha aprendido a mirar sin dolor las lastimaduras de los pies, y las del alma. Un héroe es un bellaco, y un caminador, es un héroe. Las almas asustadas y púdicas; los que no caben en sí y anhelan verterse en los otros; los que prefieren el derecho de vivir en paz en la vida próxima, al goce de una paz que se compra demasiado caro en esta vida; los que gustan más de ver ricas las arcas del alma, con cuyo oro se compra el bien eterno, que las arcas de dineros, cuyo cuño suele ser marca de infamia para el alma que la señalará en sus trances próximos, -como la cédula amarilla al presidiario francés, -son a los ojos de buena suma de neoyorkinos como flores enfermas o mentes sin seso, o maravilla extra-terrena, u hombres de poca monta, que ven más por los otros que por sí: en tanto que de manos enguantadas y breves, acabado remate de airosos brazos femeniles, cae a los pies de un negrillo caminador, vestido de camisa de seda azul y pantalón de seda roja, una herradura de rosas opulentas conque la dama de Nueva York desea al negrillo buena suerte en el rudo torneo. Hurras responden a la dádiva, hurras estruendosas de aquellos diez millares de hombres que llenan el circo, henchido de humo espeso, humo de vicios, y de ese aroma de frutas estrujadas, de naranja sin jugo, de manzanas mondadas, grato a las almas corrompidas. Caminan de día, caminan de noche, caminan sin tregua. La gente entra en el hipódromo de Madison a oleadas, no para ver el trance de adelanto de los hombres a un estado mental o moral sumo, sino para ver y vitorear el trance de retroceso del hombre al bruto.


Mas no lucen estos caminadores como aquellos corceles del desierto, sobre cuyo dorso musculoso ondea el albornoz franjado de oro del altanero beduino, y que parecen, más que siervos, señores de sus magníficos jinetes; sino que con sus zapatillas de caminar, y su camisa ceñida y calzón corto de colores alegres, hundido el rostro entre los hombros, pegado a las sienes enjutas el cabello lacio y sudoroso, respirando difícilmente por entre los labios pálidos y colgantes, andan al paso, galopan, trotan, se detienen sofocados, se disputan el puesto primero, se codean, se ofenden, hasta que vencidos por la fatiga, se refugian un instante en sus tiendas respectivas, a que sus cuidadores les bañen y cepillen los miembros hinchados y toman de manos de ellos sin detenerse en su carrera, una tajada de pan, una costilla de carnero, o un trozo de carne a medio cocer, en las que hincan los dientes voraces a par que galopan. Y así durante el día, así en la alta noche, así en el alba. En anchos carteles van anotándose las millas que andan. En pequeñas mesas, tienen abiertos los libros de apostar los que han pagado dos centenares de pesos por recibir apuestas, que se hacen a los pies de los hombres, como a sus puños, como a la ligereza de sus caballos. Y estos hombres se pesan, y se nutren, y se demacran de antemano. Cuál no toma más que leche que alimenta y no carga el cuerpo de excrecencias que estorban para la marcha; cuál solo come avena, que da fuerza a los músculos; cuál vive de carne sangrienta, tal como la rebana el cuchillo del matador del lomo de la res. Y cada cual tiene sus hombres de cuidar que les preparan durante el torneo bebistrajos fortalecedores, y mejurges, y friegas, y los reciben en sus brazos cuando ebrio de sueño y adementados se apartan un momento de la pista, y los ponen en pie, los reaniman con golpes eléctricos o golpes de puño, y los echan a andar aun dormidos por la arena, cubierta de aserrín, que miran con sus ojos abiertos y azorados, revuelven con sus pies tambaleantes, en tanto que tiritan en sus asientos, despiertos por el miedo de perder y el ansia de ganar, los apostadores; y filtran por las hendijas y cristales el aire húmedo y las luces fantásticas de la madrugada.


Y esto lo hacen, porque se ha prometido que aquel de los caminadores que haya andado más espacio al cabo de ciento cuarenta y dos horas, ganará para sí tantos millares de pesos cuantos sean los que se han presentado a tornear, cada uno de los cuales deposita un millar a la entrada, y ganará también si anda los seis días del torneo, quinientas veinticinco millas, o más, todos los dineros del público que acude ávido a toda hora del día y de la noche a ver como el fornido inglés Rowell, de piernas cortas, que anda en veintidós horas y media ciento cincuenta millas, vence sin esfuerzo a Scott gigantesco, que viste camisa de lana blanca y calzón rojo, y a Hazael que tiene de zorra, y lleva piernas encarnadas y azules, y al escocés Noremac, que tiene de lobo, y a Fitzgerald famoso, que anduvo quinientas ochenta y dos millas en seis días, y a Sullivan, que luce traje verde, y a Hart, el negro esbelto, de andar rítmico y cuerpo donairoso, que corre por entre sus rivales con los brazos llenos de cestos de flores que le dan las damas, como aquellos flamencos antillanos que pasean ligeramente el cuerpo rosado por la arena abrasada de la margen marina.


Ni es esta aquella garbosa lucha griega en que a los acordes de la flauta y de la cítara, lucían en las hermosas fiestas panateneas sus músculos robustos y su destreza en la carrera, los hombres jóvenes del ático, para que el viento llevase luego sus hazañas, cantadas por los poetas, coronados de laurel y olivo, a decir de los tiranos que aun eran bastante fuertes los brazos de los griegos para empuñar el acero vengador de Harmodio y Aristogiton. Ni es aquel aire balsámico de las serenas tardes atenienses, en que envueltos los hombres arrogantes en el majestuoso hymatión de ruda lona y anchos pliegues, y las mujeres en sus suntuosas diploidia, oían de pie que ceñían con sandalias, y con la cabeza, que ornaban con diadema, los versos desesperados y terribles de Edipo el Tirano.


Ni son los premios de estos caminadores, como de los que se disputaban el premio de correr en aquellas fiestas, coronas de laurel verde y fragante, o ramillas de mirto florecido. Sino que estos jayanes andan pesadamente, y dan vuelta al circo con una esponja en la mano y una toalla en la otra, y comen dando vueltas como perro famélico que huye con la presa entre los dientes, y se enlazan los pies, -y se hinchan el rostro, a punto tal que parece que estalla, -y se arrastran por la pista revuelta como jacos de posta, sudorosos y latigueados, -y ruedan por tierra, hinchadas las rodillas y tobillos, o caen inertes como resortes rotos o masas apagadas, -por unos cuantos dineros, a cuyo sonido, al rebotar sobre los mostradores de la entrada, aligeran y animan su marcha!


Oh! El espíritu humano como la tierra, como la atmósfera, tiene capas. Las unas son de arena menudísima que el sol calienta, y movida de vientos extraños, asciende, en revueltas y brillantes columnas al sol: y son las otras de roca áspera, en que parece quebrarse impotente, como en masa intallable, el cincel divino. Ni se casarán al fin de esta lidia el astuto Himénnides y la hermosa Atalanta que vencía a todos sus rivales en la carrera, y les daba muerte con su acerada jabalina, mas no venció a Himénnides, que dejó caer tras sí en la justa las manzanas de oro que tentaron la avaricia de la hermosa, y dieron tiempo al doncel enamorado para llegar, antes que la hija adusta de Schenéo al término de la carrera cuyo premio era el amor de aquella vencedora de centauros: lo que enseña que han de tenerse los ojos siempre cerrados a las manzanas de oro; sino que acabara esta fiesta del hipódromo Madison en disputas y querellas de rufianes, malcontentos con haber de perder, o haber de compartir las monedas de la apuesta. De vapores de mirto iban oreadas las sienes de los esbeltos corredores de otros tiempos: y orean las sienes de estos, en salones sombríos y húmedos, que parecen cuevas, los vapores del lúpulo.


No esta lejos del circo donde, hombro a hombro, trotan ya en parejas, ya en grupos, ya a la cabeza, ya a la zaga, los caminadores, -la estatua de bronce de aquel robusto soldado a quien como a monumento humano, y ejemplo y prez de su raza, mueven hoy los ojos los americanos, cuyo valor avigoró con su prudencia, y los hombres todos de la tierra, que vieron convertirse en sus manos generosas la espada del triunfo en rama de oliva: -la estatua de Wáshington, que lucía al sol brillante del día veintidós de febrero en que ha ciento cincuenta años nació, raquíticas guirnaldas y menguadas coronas, allí llevadas por la mano marcial de soldados piadosos, cuando debieran, -por cuanto ayudan a ser grande el respeto a los grandes-, venir en este día al altar de granito y de bronce con sus hijos los padres, y con coronas de rosas frescas las doncellas, y con banderas al aire y destocados los niños que se instruyen en las escuelas, y con la falda llena de siempre-vivas y las manos llenas de besos las niñas de la ciudad.


Comienza a ser desventurado el pueblo que empieza a ser desagradecido. El grano de oro ha de ser cosechado en los campos y en las almas. Corre peligro de perder fuerza para actos heroicos nuevos aquel que pierde, o no guarda bastante, la memoria de los actos heroicos antiguos. Y aquí se cierran en el día de Wáshington, tribunales, escuelas, casas de banca y oficinas; los mozos de tiendas pasean alegres por el ancho Broadway a sus amadas bulliciones; bullen repletos en tarde y noche los teatros; limpia el pilluelo las botas colosales que le dio el munífico vecino, y orla su camisa azul de un cuello amarillento, y encarama en su hirsuta cabellera, revuelta como nido de pájaros traviesos, un sombrerillo agujereado; asoman, en las calles suntuosas, rubias cabezas de damas, y manos cuajadas de diamantes ocúpanse con afán, ya en cambiar saludo con el galán rubio, ya en ayudarse de él para colgar a sus ventanas señoriales la alegre bandera de la tierra.


En una parte son banquetes, y en la otra discursos, y en los edificios públicos gala y pabellones; mas es este deber de habito, o de gobierno, o tributo de leales corazones y almas privilegiadas, no la procesión maravillosa en que para hacerse de esas fuerzas de espíritu que la vida moderna ofusca y retacea, debiera la ciudad agradecida venir cada año a honrar a aquel héroe amable y sereno a quien no cegó ese reflejo funesto de la luz del sol en los laureles de la corona de la gloria, ni devoraron esos apetitos de lengua de llama que engendra el triunfo. Es aquí ese aniversario día de suerte y paseo, mas no de reverencia; y como a voces anticuadas suenan las nobles voces que en círculos estrechos se alzan aún, con vehemencia filial, a loar aquel que no odió ni ambicionó, ni engañó, ni quiso ser más que caballero de la virtud, conquistador de la libertad, y soldado cristiano. De gran vaso de antigua labor, de donde un día bebieron Henry Clay, aquel jefe de hombres, y Daniel Webster, en quien su nación se hizo hombre, sacaba en la casa del club Wáshington, humeante ponche un capitán canoso; cuidaba de él, el elocuente Daniel Sikies, que perdió una pierna en las batallas, y con su palabra fogosa gana otra; y al orador Walker, que saludaba en el caudillo de la independencia a un hombre tal que ni tuvo par antes de él ni ha de tenerlo luego; y al caballero Fairchild, que ha traído de España un mensaje de amor de la Reina Cristina a esa viuda de Garfield nobilísima, que esconde en la aldea oscura, su dolor sereno y sus virtudes pudorosas. El dolor se ofende de que miren a él y lo publiquen.


En torno a la mesa de la Sociedad de Cincinati, oían prohombres las palabras sobrias con que el general Grant, que rebosa ansias y acontecimientos, honraba en la fiesta del día, al ejército de los Estados Unidos. Y como en la faena de acaparar fortuna, olvidan los americanos nuevos a aquellos veteranos de 1812 que movieron y mantuvieron guerra a los ingleses, que estorbaban el comercio de Norte América, herían en la mar a los tripulantes de sus barcas, y asaltaban en el Océano solitario, so pretexto de derecho de registro, sus buques indefensos, -traenlos a su mesa en este día de Wáshington los veteranos de aquella otra guerra ruda de 1848 contra México, que fue a la voz de Taylor y Scott, hasta enrojecer con sangre de niños bravos que almenaron el último castillo de la patria, la lava abrupta, que como entraña de monte roto, se alza fría y abandonada en el solemne valle mexicano. Truécase el fuego en piedras, como en peñasco truecan los años, en el pecho, los hervores volcánicos y generosos de la mocedad. Y el buen Pedro Cooper, con su cabellera blanca y con su báculo, preside la fiesta de los mancebos aplicados de su Instituto, a quienes ruega que en este aniversario del padre de la patria, se junten a hablar de el y a contarse sus méritos, y cómo era ya en su niñez, juez, más que compañero de sus amigos, tan pulcro y recto que no parecía su espíritu abismo, sino llano; y cómo puso a su bravura el freno de la prudencia, quitó a la justicia las espuelas de la venganza; y cómo con artes de indio, que da la tierra, caía de súbito sobre los ingleses aterrados y revueltos, y con decoro de puritano, haciendo a un lado la corona de monarca, colgaba de su casa de labriego la espada del triunfo; y cómo lloraba a grandes lágrimas cuando presentaba a Lafayette magnánimo, que le venía a ayudar de Francia, a sus soldados gloriosos y macilentos; y cómo, vencido en Brooklyn, salvó con su serenidad a su ejército, y vencedor en Brilecton, se aprovechó con celeridad de la victoria; y cómo, en suma, el que a la cabeza de batalladores medio desnudos, acampaba en cabañas alzadas con troncos de árboles en medio de la nieve, presidió luego en fértil paz y en próspera fortuna a su pueblo agradecido, que dobló la rodilla sollozando y puso la frente en tierra cuando supo que el hombre virtuoso había muerto en su casa tranquila de Mount Vernon. ¡Buen Pedro Cooper! Así, cuando la maldad reina entre los hombres, la virtud tiene siempre hogares encendidos.


Ochenta y dos años hace ahora que, en la iglesia de los Luteranos Alemanes de California, ungió Henry Lee a Wáshington, con las palabras históricas que diez días antes había rogado al Congreso su amigo Marshall que aceptase como el título que discernía al muerto, la nación: "El primero en la paz, el primero en la guerra y el primero en el corazón de sus conciudadanos". Y muchos años después del panegírico famoso de Henry Lee, el historiador Bancroft pronunciaba ante el Congreso americano, el elogio de Lincoln, aquel que no bien puso su pie ancho de leñador en la casa de las leyes, acusó con voces nobles de justicia, la guerra que el presidente Polk, hombre del Sur, movía interesadamente contra México.


Y ayer, ante auditorio grave y enlutado, leía con voz lenta en un ancho manuscrito, un hombre anciano, el elogio de Garfield. Negros bordes remataban las paginas anchas; de tocas y vestiduras de dolor estaban aderezadas las damas; y la casa de Representantes, y el Senado, y el Presidente de la nación, y sus ministros, silenciosos y tristes, oían la voz del elocuente Blaine, que no se encrespaba, ni azotaba, ni aceraba, como suele en los agrios debates que levanta y doma, sino que salía de sus labios lentamente, como si fuese labor dura para quien bracea sin miedo en los mares de la vida, bogar en calma sigilosa por las sosegadas aguas de la muerte. Y sobre ellos, como brilló en vida, lucía en ancho lienzo el muerto glorioso, con aquella su esbelta apostura de batallador del Parlamento, en una mano el mazo de papeles, que él movía como dardos, y la otra mano blandamente inclinada en el respaldo de una silla, como quien habla sin esfuerzo, porque el habla le surge de manantial hondo y sereno, y no de estufa recién caliente, en que corren el peligro de morir a poco los carbones no bien encendidos; -y con aquella su faz benévola, radiante y acariciadora, iluminada más que por luz de sol, por luz interna.


¡Oh! la palabra, como viento que enciende, saca las llamas del espíritu al rostro. -Y Blaine se asió a su tribuna, y sus labios vacilaron, sus labios de orador vehemente y diestro, e hizo ademán de poner de lado su manuscrito voluminoso, como si aquel discurso que lleva siempre hecho el orador, el público que le oye, el cual lo ciega, y al cual lo torna, le pugliese más que aquella tarea de gabinete, hija de razón que traía escrito. Mas la palabra tiene alas, y vuela caprichosa, y se entra en mundos ignorados e imprevistos, y aquel que habla en nombre del pueblo, ha de poner rienda doble y freno fuerte a su palabra alada.


Así fue el elogio de Garfield, más señalado por su obediencia a la rienda que por sus rebeldías. -Vése, en aquel elogio, a la par que tacto discretísimo en no usar la ceremonia solemne en bien del elogiante, que pudo, a no ser discreto, ampararse del caso para hacer defensa de los actos que, como ministro de Garfield, se le censura, una como vaguedad extraña, y falta de líneas fijas, que den marco saliente a aquella hermosa figura, cuyas virtudes viriles, muerte serena y talento honrado, cautivan y enamoran a los que tienen los ojos fatigados de ver crímenes de la inteligencia y mascaradas del corazón. Como la llaga con hierro ardiente, ha de ser quemado en su cueva el talento que no sirva a la virtud. Surge del elogio, sobria y galanamente hablado, y hermosísimamente rematado, el hombre externo y visible, el niño que supo leer a los tres años, el estudiante que leía sus libros de aprender sobre su banco de trabajador, el maestro blando, el soldado hazañero, el diputado laborioso e incontrastable, el viajador que rebusca en los archivos de Inglaterra, datos que muestren que no hubo abuelo suyo que no hubiese cargado mosquetes y blandido espadas en defensa de la libertad; el brigadier romántico que dio con su bravura en Chickamagua color de victoria a la derrota; el discutidor leal e invencible que arrolló siempre en campo abierto, y del lado de la justicia, a sus contrarios. Vése a un hombre valioso, que adelanta brillante y velozmente, en alas de fortuna acariciadora, tolerante e ingenuo, sin odios y sin séquitos, amigo de los libros, poco hecho a las ansias famélicas de los humanos. Y se entrevé al hombre grandioso cuando sofocado en la casa de Gobierno, repleta de aire espeso de hombre, va a entregar frente al mar vasto, su espíritu vasto. Pero los que han vivido echan de menos en esa figura externa la falta de la vida verdadera. El hombre no es lo que se ve, sino lo que no se ve. Lleva la grandeza en sus entrañas, como la ostra negruzca y rugosa lleva en sus entrañas la pálida perla. El árbol de la vida no da frutos si no se le riega con sangre. Ese andar afanoso; ese sacudir con los hombros peso de montañas; ese vencer, sin más armas que las de amor y las de razón, a los hombres que mueven otras armas; ese aparecer y deslumbrar; ese sentarse, como Sísifo triunfador sobre la piedra que ha empujado con sus brazos a la cumbre del monte, a recibir luz de sol y ofrenda de hombres; y ese partir a tan alto destino con un libro de escuela y un cepillo de carpintero bajo el brazo, dan a quien sabe ver, y goza en admirar, la medida de una titánica figura, titánica hasta en el modo de ocultar que lo era.


De Boabdiles, ya no es hora! Es necesario arrodillarse cada día, como el bravo Balboa, a descubrir un nuevo mar. Es fuerza que cada hombre trabaje, con los maderos vírgenes del bosque, su silla de triunfo. Fuerza es que cada hombre, con sus manos tenaces se labre a sí propio. Y el que se labre de tal manera, que saque de sí el jefe de cincuenta millones de hombres, ¡oh, es un gran labrador! Vivir en estos tiempos y ser puro, ser elocuente, bravo y bello, y no haber sido mordido, torturado y triturado por pasiones; llevar la mente a la madurez que ha menester, y guardar el corazón en verdor sano; triunfar del hambre, de la vanidad propia, de la malquerencia que engendra la valía, y triunfar sin oscurecer la conciencia ni mercadear con el decoro; bracear, en suma, con el mar amargo, y dar miel de los labios generosos, y beber de aire y agua corrompidos, y quedar sano: ¡he ahí maravillas! ¡Cuanta agonía callada! ¡Cuanta batalla milagrosa! ¡Cuánta proeza de héroe! Resistir a la tierra es ya, hoy que se vive de tierra, sobradísima hazaña, y mayor, vencerla.


No fue el elogio de Blaine, aunque caluroso, diestro, sentido y elegante, -aquella alabanza justa, mirada en lo interior y lección suma que nace de la vida de aquella criatura casta, cuyas mejillas encendió siempre noble pudor viril; de aquel varón eminentísimo, que volvía el rostro descompuesto de la cohorte de mendicantes bien vestidos que le asaltó en sus turbulentos meses de gobierno; de aquel orador singular, cuya palabra limpia y maciza, revuelta airosamente, cual manto de griego, iba cargada de puras y hondas enseñanzas; de aquel espíritu sano que creyó en tiempos de incredulidad, y amó el honor en tiempos en que los hombres se amar sí propio, de aquel poeta, en suma, que no rimó versos, sino acciones.





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Última Revisión: 15 de Septiembre del 2007
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