Damisela Día de Gracias en las Escenas de Estados Unidos por José Martí.

José Martí - Día de Gracias - Estados Unidos.

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José Martí
Día de Gracias
Escenas de Estados Unidos


Esta escena fue redactada por José Martí el 6 de diciembre de 1888 en Nueva York y enviada a “La Nación” donde se publicó el 1 de febrero de 1889.




Diciembre empieza negro, como dijo alguien que era la nieve, y Poe dijo que podía ser., No ha habido en todo un mes un cielo azul. Y el gentío no cesa, ni se entristece, ni se ve invierno aún, más que en una u otra cara desolada: solo que ahora la gente no se mueve a turbas, como cuando las elecciones, sino desgranadas, y sin más fragor que el usual de la vida, como reposando del esfuerzo donde no se la vea mucho, y disponiéndose, cual a reparar el desastre, cual a recoger los frutos de la victoria. Porque los ferrocarriles van llenos a Indianápolis, donde ya han llenado a Harrison la casa de regalos; de bastones, de castores vivos, de guacamayos, de colchas bordadas, de jarrones de porcelana del país. No hay cuartos ya para los solicitantes.


Para cada puesto, cien. Hay siete ministerios, y siete aspirantes para cada uno. En los diarios, solo eso se lee.


Esta ansia fea y desmedida es lo que se ve por sobre todo cuanto en estos días distrae e interesa, -por sobre el hombre que viene andando por las aguas del Hudson, como Jesús anduvo, y como los indios de Guatemala, que cruzan a pie con un baúl a la cabeza, la corriente del río Tambor; por sobre la novedad de la iglesia del biblioclasta Heber Newton, que ha puesto clases dominicales de economía política; por sobre el nombramiento de una mujer más para la junta de, educación, donde ya son dos las damas que han servido el puesto este año con mucho aplauso público: -por sobre la moda, no en todo loable, de enseñar en las escuelas las generales de los oficios, lo cual es cosa excelente, pero no si se añade a un modo de instruir ya rutinario y fatigoso, en que se enseña al niño de memoria y con palmeta, y no trayéndolo al corazón, con un gesto caballeresco, cuando su cabecita no entiende bien, o la niñez le retoza en el cuerpo tiránico, sino halándole de las orejas o poniéndolo en el burro porque no dice de coro las leguas que hay de Siracusa a Yucatán o de Corinto de Dakota a Troya de Massachussets.


Cambiar este sistema, por supuesto que se debe, y enseñar con ternura y sabiduría, y no por maestras nombradas por favor político; y un oficio todo hombre ha de aprender, porque no hay mejor libro de moral, ni pie más firme para el carácter, ni disciplina más útil para la mente.


Pero no ha de ser, como aquí ahora, a expensas de la armonía mental, que quiere que todas las facultades se desarrollen por los mismos medios a la vez; ni de aquel sistema superior, aún no entendido, según el cual ha de enseñarse a los niños con orden y relación los resultados amenos del estudio, y no las reglas áridas, sin vida interesante ni aplicación visible, que es como enviar un paquete de moldes a quien se ha mandado a hacer una levita. En estos días se ha estado de entradas en esos cursos nuevos: y ya es un bienhechor que funda en Brooklyn una escuela industrial, como las de Leland en Filadelfia, ya son las clases de Auchmutz, que de obrero subió a millonario, y de su millón da lo mejor para proveer de maestros sus talleres gratuitos donde el escolar aprende a la vez en buena compañía y entre paredes gratas a los ojos, las artes de la práctica y la de los libros.


De todo eso se habla. De un pintor, que a cincuenta varas sobre el agua pintaba un arco de puente, cayó dando vueltas desde lo alto, salió del río a buenas brazadas, y siguió pintando. Del centenario de las Misiones del padre junípero, el santo mallorquín, que celebran en estos días con pompa en las iglesias destruidas en los pueblos melancólicos de California. Del púgil Sullivan, que era torre ayer, y hoy es esqueleto después de un año de vino. Del novelista Gunter que se pasó dos inviernos buscando editor, hasta que cansado de que le devolviesen el libro infeliz, con las odiosas "muchas gracias", publicó el libro por sí, y lleva ganados cien mil pesos. De un ingeniero de nuestra raza que era ya persona magna en Nueva York, y ahora de un vuelo de pluma de ave ahorra un millón a Brooklyn en su acueducto, y salta a la cabeza de cien competidores. De que la actriz Mary Anderson, que ha venido más bella con su éxito inglés, y con el remar mucho en el Támesis, mostró enojo porque las damas neoyorquinas que suelen ir por donde no se las ve, se niegan a darle puesto en sus salones, a pesar de ser ella actriz de honradez notoria. Y ya le han bruñido los jarretes a la estatua de Washington que adorna la escalinata del Tesoro, como primer anuncio del festival de abril, que va a ser grande, con mucho discurso de prohombre y paseo cívico, para celebrar el centenario de la primera presidencia de aquel héroe benigno, que en bailar el minué era tan notable como en ganarles el día a los chupa-rojas ingleses, y con la misma pluma escribía cartas magnánimas, y miserables versos.


La fiesta va a ser ruidosa, con pasos y alegorías como aquellas de Holanda que cuenta en su libro hechicero el americano Motleg, de quién publican estos días un retrato nuevo, tal como estaba ya, Apolo cincuentón, cuando en su carta famosa echó en cara a Bismarck su política de un pie, ¡torre de viento!, con la misma bravura y elocuencia con que sacó de los archivos españoles la verdad sobre el lívido Felipe.


Dicen que en las casas grandes no hablaron más que de los bailes de abril, las novicias hermosas que, en la comida del día de Gracias del último jueves de noviembre ensayaban a la luz hospitalaria de Vanderbilts y Rensselaers, que es gente de mucho comedor, los trajes atrevidos en que fueron entre boas de armiño y pellizas de nutria, del teatro de la mesa, al de Lohengrin, a su estreno mundano. Porque este mes, -cuando se acercan los bailes de Caridad, y de los Patriarcas, que son para el gran mundo, -sale a luz, ya con derecho de mujer formal, la parvada de herederas.


Y el día de Gracias, que aquel épico Lincoln estableció para mostrar agradecimiento a Dios por las victorias de la guerra y "porque la cosecha había sido abundante", suele ser entre los poderosos ocasión de mesa regia, con ante-mesa rusa de quesos y caviares, y platos caros o innúmeros, -como si fueran Luises los invitados y los dueños fueran Enriques de Navarra.


El pavo está en la mesa, en la fuente de plata -y al rededor, sentados en las sillas, los comensales. Las damas y damiselas van de gran descote. Las jóvenes, ¡champaña! Las matronas, ¡cidra! Los caballeros son gente "de arriba", magnates del banco y el ferrocarril, obispos presbiterianos, gamonales de la política. Un general lleva tres corales en la pechera. Un peligroso, como en Caracas llaman a los dandys, lleva un solo botón, una perla.


Un director de diario, con la barba blanca, carga tres brillantes. Las ostras vuelan. De las dos sopas, eligen el puré. La comida no es en mesa de estado con mucho florero y argentería, sino en mesas pequeñas de seis, ocho o diez, para que no sea hielo el aire, y se converse con gusto y soltura.


Las mesas entradas en años no hablan de Lincoln, que nunca pudo sentarse en paz a dar gracias a Dios, porque se lo comían los celos de su mujer, que se volvió a casar, y las visitas de los pretendientes que entran confusos, como miopes, y salen cayéndose, como muñecos de fango. En las mesas de padres se habla de finanzas, sermones y política; las jóvenes no tienen al lado mozos lozanos, dignos de su beldad, sino cuarentones ricos, de vuelta de sus viajes europeos, o solteros poderosos, con silla delantera en el mundo, o lores rubios, de un rubio infeliz, con más mostacho que espaldas, y el lente más movible que los ojos. Ellas, agresivas. Los yankees algo volubles; y cuando viejos más urbanos. Los lores mudos, cejijuntos, vacuos.


Los vinos son miel, y uno tiene perfumes, como los de Grecia. Los criados los saben servir. Los señores no lo saben beber. Sorben juntos sobre una lonja de oro, el Chamberlin y el Lachryma. Ya a los postres, cuando traen Madera de un siglo, porque sino no es Madera, y un Chipre que se corta, como el Pero-Ximénez de Noche Buena, se habla de mesa en mesa sobre los asuntos en boga, -sobre el caminador Littlewood, en quien piensan mucho estas damas, y han andado en seis días más que Albert sobre la yegua voladora que se vendió en seis mil pesos, -sobre la Langtry, que ha venido fea, que ya tiene la garganta arrugada,, que nunca, nunca ha parecido bien a estas señoras, -sobre la novela Robert Elsmer, "un perfecto fastidio", -sobre el graciosísimo perrito de la actriz Alice Hastings, una monada, lo mismo que su ama, -sobre ese cursi de millonario que ha ido a casarse con una campesina, -sobre el magnífico Chamberlain, el tránsfuga inglés ya muy canoso, que se lleva de mujer, con mucha ropa blanca, como es costumbre en las familias viejas de Massachussets, a una bostonense de veinte años, -sobre la ira de esas pobretonas de Londres que no tienen ya título con quien casarse, porque no hay lord que no se case con americana, -sobre tal señora que era antes muy amiga, pero ¿cómo la habían de invitar si su marido se arruinó el mes pasado en la baja del trigo?, -sobre el traje de diez mil pesos, un traje de seda de la China, con una figura de Leloir en el delantal, y en el corpiño un gato de Lambert, y por toda la seda bandadas de gorriones.


Y en esto se pone en pie el obispo, champaña en mano. En las casas católicas, es gala que el arzobispo vaya a bautizar, a casar, a comer, y le ponen comedor cardenalicio, todo rojo, y el helado de fresa, y la ensalada de tomates, y las luces con velos de seda colorada.


En las casas protestantes, el obispo es el lujo, un obispo cuadrado de espaldas, con patillas de chuleta, frac de solapa redonda, un ramo de violetas en el ojal, chaleco de seda blanca, con ramazón de flores. Apura la champaña, que es del país, y como la casa es republicana, hace reír con el chiste inaugural: "¡Protección a las industrias patrias!" Cuenta en seguida, en un inglés suntuoso, con frases peinadas como la seda de un faldero, como fue Lincoln el primero que hizo el día de Gracias fiesta de la nación, aunque desde los puritanos holandeses era costumbre celebrar hechos faustos, cosechas pingües, libertades nuevas, con cervezas y pavos, y danzas y fogatas. Pero la fiesta viene de más lejos, desde antes de la cristiandad, porque si se ve bien siempre tuvo el hombre su poco de cristiano, y el cristianismo su poco de paganía, como estas gracias nuestras, que no vienen antes de coger la uva sino luego, a semejanza de Grecia que tenía en este mes ocho días festales en gloria del padre de la tierra, que engendraba la yerba buena y la eruca, favorables al amor, -y la adormidera, la fruta del olvido, -y la dulce granada. De más allá vienen las gracias -dice alzando ambos brazos el obispo, y dando como lejanía y unción a la voz: de Moisés vienen, de la danza de los tabernáculos, cuando festejaban los hebreos la vendimia con abundancia de comer y beber, y eran nueve días enteros de coros y de arpas, sin más techo que la enramada fresca que cada cual fabricaba con sus manos, como los indios de Los Angeles, que hacían hasta hace poco lo mismo que los hebreos de Moisés y nuestros padres rubicundos, -dice el obispo volviéndose graciosamente a los lores: -nuestros viejos padres sajones tenían también su fiesta de cosecha, luego que estaba ya todo el grano guardado, y se juntaban los vecinos noche sobre noche hasta que quedaba en el filo aquella luna, a comer al calor de las hogueras, sendos bueyes asados.


Y en esta parte de su discurso erudito iba el undifluo pastor, con sentencias como guirnaldas, colgadas de flores, cuando entre mucho aleteo de abanico de las nietas y mucho mohín de la hija creyó llegada su ocasión el abuelo de la casa, que empezó de boyero la vida que se le va acabando como gran señor:


-"¡Pues no me pesa, mi querido obispo, recordar como era en mi tiempo, cuando tenía yo madre, el día de Gracia! Yo cortaba los nabos como clavellinas para ponérselo al pavo en la pechuga; y por donde el faisán es más hermoso poníamos una zanahoria como encaje: ¡y qué calabazas nos hacía la madre para dulce, mi querido obispo! ¡y qué lonjas de pastas de membrillo! : y la pobre señora estrenaba aquel día su vestido del año. ¡Obispo, nuestra camisa es fina; pero es preciso dar gracias a Dios por aquella madre que me tejía mi camisa de lana!"


El lacayo, de casaca verde y calzón a la rodilla en el cancel, anunciando que los coches esperaban, para ir a Lohengrín. Por el pórtico, que es un ascua, pasan Ledas y cisnes, herederas y lores, presidentes y matronas.


También va el abuelo a oír música alemana. En el coche de la dueña, con su gabán de piel de foca, va el obispo.





José Martí
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Última Revisión: 15 de Septiembre del 2007
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