Damisela Hijas del Rey en las Escenas de Estados Unidos por José Martí.

José Martí - Hijas del Rey - Estados Unidos.

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José Martí
Hijas del Rey
Escenas de Estados Unidos


Esta escena fue redactada por José Martí el 20 de diciembre de 1888 en Nueva York y enviada a “La Nación” donde se publicó el 7 de febrero de 1889.




De tiempo a acá no hay mes sin fiesta de extranjeros, como si con los cariños del recuerdo patrio, fuera a ser menos el frío. Polo hace eran los suecos, que desde el Delaware vinieron, con sus orfeones y pastoras, a celebrar a aquel Bellman que cantó Amarillis. Luego fue el día festivo de los escoceses, congregados, en torno al asta de cintas, que el escocés al danzar trenza y enreda, para bautizar, a la sombra de los árboles de otoño, y en día lluvioso por cierto, la estatua de su poeta, de su Robert Burns, a quien la buena Peggy de crenchas amarillas y pies desnudos era tan cara "como el otoño al labrador y la llovizna a las flores".


Ricos y nobles se reunieron, con la cabeza descubierta, para honrar al que, en vida, solo por cortesía descubrió la suya ante ellos, al que vivió libre y soberbio, prefiriendo el ahogo a la limosna, y el potage del aprendiz a la zozobra del poeta cortesano; al que no pisó salas de duque, sino cuando por la fama de su genio pudo entrar en ellas de corona a corona; al que no se vendió a la majestad por puestos ni pensiones, ni quiso grados de pedantería, ni latines inflados y griegos de imitación, sino el doctorado qua aprendió en la virtud del alma, con una moza de la montaña por maestro, vagando juntos en los agostos ardorosos, por donde se baila, canta y ara; al que fue a la vez, con la mano en la pértiga honrada de Ayr, Beranger y Tíbulo. Como hermano defendía arrogante a las "muchachas plebeyas" del desdén de las ricas, con sus estrofas por escudo, aunque de los versos de su abogado era de quien necesitaban defensa ellas, porque no tenían las aldeanas fuertes y amorosas de Ayr shire amigo más exigente y tierno que el que en vez de "ir con los rebaños divinos a pastar en los yerbales ortodoxos", ni a escribir prosa venal o rimas palaciegas con el arte que le enseñaban el tordo enamorado y el alba húmeda, se iba, liga al jarrete y manta al hombro, inventando versos, a los fresales de Ballechmyle, donde Mannie lo espera, o a la orilla del río, a decir a la orgullosa Tibbie que no "le importa un pelo" que le mire mal por pobre, o a la vereda del maizal, donde no lo tendrán en menos porque ande despacio, al rumor del maíz, abrazando el talle de Peggy fino como un arco joven.


Y hay en todo lo de Burns majestad como de cumbre, y la tristeza de los grandes, que viene de vivir entre los hombres sin poder moderarles la fealdad, ni librarse de ellos.


Ahora la fiesta es de los alemanes que quieren celebrar al párroco Hébel, poeta en dialecto como Burns, que se le pareció en lo sencillo y profundo, aunque no en la melancolía, que Hébel supo domar, como que era menor su genio, y acabó de prelado bien comido la vida que el escocés dejó ir temprano de su esbelto cuerpo. Como él nació de pobre, como él halló el campo natural mejor que la ciudad dañina; como él cantó a Sebastián, que "suda y se atraganta", y le da vuelta al gorro negro, cuando Marinca, la Marinca de la fuente, lo mira con aquellos ojos, como amapolas azules, y sale luego de detrás del árbol a decirle que le ha oído el monólogo de amor, y quiere ser suya, aunque sea tan pobre él, porque "un corazón honrado es más que oro", y con manos para trabajar, y pecho para querer, y agua en la fuente ¿que más se ha de pedir a Dios, Sebastián bellaco?


Goethe y Richter, y toda Alemania proclamaron al párroco gran poeta, Goethe con su prosa serena, y Juan Pablo con sus razones y floreos de frase, que unas veces eran coral puro, y otras, como arte de presos, que todo lo hacen con plumas, lentejuelas y abalorios Pero se sentía mal, con la elocuencia seca y el alma en un zapato, y lo que le gustaba era sentarse por el campo a la hora de anochecer, llena la pipa y el corazón alegre, a ver, de vuelta a casa, donde espera la sopa, como le hablan sin mortificarle, porque nació en domingo, los espíritus del bosque, como la prudencia aconseja, la honradez al corazón y el sigilo de la naturaleza, como traviesas y pizpiretas se buscan y casan, con alborozo y espuma, la quebrada y el río.


Ya Bellman y Burns tienen estatua, y ahora la va a tener el humilde Hébel, el poeta ingenuo de la Selva Negra.


No van ahora los novios, que abundan en diciembre, a ostentar, como hacían en otoño, su ventura por los montes callados, a semejanza de Burns y su Peggy, ni como Hébel, en las tardes rojas, se sientan a ver como remedan sus diálogos las ramas y las espumas. Ni a Florida pueden ir porque todavía anda allí la peste, aunque ya sus hoteles morunos bruñen el piso de mármol, las barandas de caoba, las fuentes que arrullan el sueño grato de las tierras donde aroman los azahares. No pueden ver este año aquel pueblo curioso, que, tras un siglo de dominación americana, tiene como a orgullo hablar mal el inglés, y cuando quiere obsequiar a los presidentes que lo visitan, manda escribir una loa en castellano.


Al Canadá es a donde van, con la novela de Howells por guía, la novela de Una amistad casual, en que se cuenta una historia de amor de estos países, y de lucha de castas sociales, a la vez que el romance y aventura de aquel Quebec de fortaleza formidable, aquel Montreal suntuoso e inglés, aquella Francia terca, encajada entre Inglaterra que la sojuzga y los Estados Unidos que la codician, aquellos indios pintorescos, más libres y dichosos que los norteamericanos, aquellos valles pingües, donde la vacada pasea la ubre recia a la sombra de los frutales abundosos, aquellos montes de álamos y pinos, coronados de túmulos y cruces, aquellos ríos, cuyas cataratas enemigas burlan espléndidos canales, donde las balsas gigantescas, ceñidas de cadenas, apresuran, empujadas por el hielo, su último viaje.


Van al Canadá, que está hoy en boca de todos, porque con las elecciones resucitó el proyecto de traer el Dominio a la confederación de Norte América, no tanto porque los que sacaron a lucir la idea piensen de veras que tal cosa es hoy posible, como porque el espíritu tácito de la elección era, por parte de los republicanos, esta promesa que en sigilo le van haciendo al país de imperialismos y conquistas, y no hallaron cosa mejor que deslumbrar la mente pública con este plan descarado, con el objeto doble de ir ganando tiempo aquí y en Canadá para la tentativa de anexión, y quitar razón al argumento de Cleveland, en cuanto éste aboga por la reforma del arancel como medio de acabar con el sobrante corruptor, con el cual dicen los republicanos en voz baja que no ha de acabarse, porque ¿y la guerra con Inglaterra? ¿y los gastos de extensión de territorio? ¿y la necesidad de fortificar nuestros puertos? ¿y la conveniencia de gastar en invadir, y someter, la frontera canadiense, lo que hemos de gastar en fortalezas en ella? Pero los novios que andan de paseo se convencen de que por el San Lorenzo, ni franceses ni ingleses quieren más liga con el norteamericano que la que tienen ahora, aunque beban de la misma agua, y sus puentes se claven en el Canadá de un lado, y en Norte América del otro.


En vano deseosos de distraer de los peligros interiores a la república, quieren preocuparla ciertos políticos y generales, agiotistas los más o defensores de los monopolios, con la idea de ir extendiendo el imperio yankee por el dominio inglés del norte, y por otros dominios, como anuncia, con palabras, que parecen garras, no menos persona que el presidente del senado, el orador que a la sordina crece en influjo y fama entre los ricos, el senador Ingalls. En vano perora ardientemente en pro de la urgencia de la anexión, John Sherman nada menos, que está para ganarle a Blaine en estos mismos minutos el puesto de secretario de estado en el consejo de Harrison. En vano, contra la protesta rotunda del empresario canadiense que venía sirviéndole de acólito en la defensa de la unión comercial del Dominio y el Norte, presenta un republicano en las primeras sesiones del congreso el proyecto en que demanda, más por satisfacer a los electores que por pensamiento verdadero, la autorización del congreso al ejecutivo para que invite a Inglaterra, a Inglaterra que en tres cuartos de siglo ha levantado la colonia de doscientos cincuenta mil a cuatro millones de habitantes; a Inglaterra que a costa de su tesoro viene cubriendo de ferrocarriles las soledades nevadas, y corrigiendo con diques pasmosos el curso de los ríos; a Inglaterra, menos desamada por el canadiense francés, que la mira como su opresora, que la América del Norte, a quien pudiera mirar como su esperanza; a Inglaterra, que pone cada día una mano nueva sobre el territorio americano, a que ceda a los Estados Unidos el Canadá por vías de paz. ¡Nunca! dice el inglés arrogante, que por serlo se tiene como el producto humano más fino y poderoso de cuantos pueblan el mundo. ¡Nunca! dice el francés, estrujado por los jesuitas o soberbio como sus abuelos hugonotes, nunca preferiremos al opresor que empieza a mirarnos como hermanos, el vecino que sólo nos codicia como su presa. Y el indio hurón, con su manto de pieles; el indio iroqués, con su pechera de wanpues; el indio ottaweño, feliz industrial o amable campesino; ¡nunca! dice también: ¡el inglés no nos mata! ¡el inglés nos paga la tierra! ¡el inglés no es bueno, pero el hijo del inglés es peor! ¡ya no hay indios, ya los indios no tienen tierras donde manda el hijo del inglés! El médico lo dice: ¡ottaweño, ten cuidado con el águila! Y cuando los diarios de Norte América preguntaron a los magnates canadienses que tienen de este lado del Niagara su fortuna: ¡Nunca! dijeron todos: ¡ni para alguacil puede salir electo en todo el Canadá, ni entre franceses ni entre ingleses, el que abogase por la entrega de nuestra colonia libre a un país que solo nos apetece para obligarnos a consumir sus productos, para servirse de nosotros contra la nación que nos ha estado defendiendo de él. Comercio libre, sea; pero anexión, nunca, dice Golden Smith, el maestro ilustre, -y Erastus Wyman, el rico, el proamericano, "anexión -dice- nunca".


La unión comercial sí se desea, porque tanto necesita el yankee vender al canadiense sus fábricas sobradas, como el Dominio vender los frutos de sus llanuras y sus bosques; solo que el Dominio, que vende a los Estados Unidos, no compra de ellos lo más que consume, si no de Inglaterra, y los Estados Unidos, quieren que el inglés consienta en perder el mercado de su casa propia, y en darlo como regalo de amistad, a quién, no con confianza generosa y sacrificios previos, sino con palabras felinas y congresos aterciopelados, quiere tratar, so capa de unificaciones anti-históricas, el modo de echar de nuestra América el comercio inglés. Y porque el yankee aquiete con un mercado nuevo las masas industriales que atrajo con exceso y educa para la cólera, por que el yankee confirme su preponderancia en un continente que no le debe protección que no sea funesta, y cariño que no haya sido interesado, -¿henos, dice el Canadá, de abjurar nuestros dioses, de vender nuestra primogenitura, de confundir nuestra persona con la extraña, de cambiar su naturaleza, de sacrificar el sentimiento supremo, el sentimiento de nación,-a la tarifa de un país extraño, a nuestra misma tarifa?


Ajústese el comercio fronterizo como manda el interés mutuo, y quede cada cual como sea, los ingleses satisfechos con su Montreal grandioso y artístico, y los franceses con tal capacidad para vivir por sí que, codeándose día a día con el yankee, y viéndolo ante sus ojos a la obra, y habitando a veces como desterrado voluntario sus ciudades donde el pensamiento es libre, no quieren rendir al extranjero hostil y burdo el carácter provincial tan potente e intenso que en su Pepican y su Riel ha engendrado héroes y en su Fréchette laureado un gran poeta.


Allí sí es; como en Polonia e Irlanda, poderosa la religión, porque es un símbolo de la patria, -de la patria que aquel Cartier de barba fuerte trajo con la cruz que plantó en la ribera del San Lorenzo-, de la patria que fundó Champlain, aquel Las Casas de los pobres hurones,-de la patria que predicó Le Yeune, su bravo jesuita; y santificó Montcalm, el que con fuerzas mermadas, tuvo a raya al inglés, y murió en la batalla primera que no pudo cerrar con una victoria. ¡Por Acadia! ¡reza por Acadia! dice en voz baja, en la casa y en el sillón de confesar, el cura del Canadá a su penitente: ¡por Acadia, que ha de volver! ¡reza por Pepican, reza por Riel, reza por Montcalm, reza por Francia! Desertar de la religión es para la masa católica del Canadá, como desertar de Francia; allí sí que no necesitan juntarse los clérigos de sectas diversas, como se han juntado acá, para preguntarse alarmados porque se va la religión, y cómo podrán sujetarla. Allí no hay que revocar la religión caída con pinturas de modas, como telones viejos. Desdeñan al pobre, crean iglesias de casta, quieren echar atrás el mundo, ¿cómo han de ver semejante iglesia concurrida? La riqueza de la misma religión triunfante, no bien pasa de rebelión a autoridad, codicia y fomenta, cría la rudeza y sordidez que privan al hombre de la dicha real, que está, con un poco que se le ponga de champaña y pimienta en los placeres soberanos del espíritu. Ayer iban por las calles, asombrando por su semejanza, un político de barrio muy pomposo y boyante, y un mulo de Texas: en el teatro nuevo de Broadway, cuyo cielo raso es como el cielo de veras, entró ayer, hozando como un cerdo, un agiotista famoso, que tiene millones y harem, un cerdo rosado, con frac y plastrón, y tres botones de oro ¡y la junta de clérigos se asombra de que el mundo vaya tan mal que estos prosperen, y a los pastores, a los más celebrados y locuaces pastores, tienen que rebajarles las congregaciones el salario! No ven la iglesia portentosa, la iglesia natural, que se está levantando, como árbol que tendrá por copa el cielo, del pecho de todos los hombres a la vez. En la iglesia única, inexpugnable y hermosa, pararán como zorras encadenadas, todas estas iglesias.


Los poderosos las ayudan e insisten en juntarlas en una catedral enorme construida en lo más alto de la ciudad, para que sus torres se vean por encima de las dos caperuzas de mármol, apiladas como gorro de hechicero, que han puesto, gracias a la bolsa de unas damas ricas, sobre las puertas de la catedral de San Patricio. El catolicismo tiene las masas, la irlandesa, y la húngara, y unos cuantos italianos y griegos, y los periodistas y políticos que de ellos viven, y las jóvenes celosas de que sus amigas de culto romano se casen,-¡como esa hija del pintapapeles Howard, no más que por ser católicas! con misa solemne y discurso del arzobispo vestido de seda, y el coro famoso de sesenta voces que echa por aquellos mármoles las bocanadas de notas del órgano dorado. Pero la verdad es' que a no ser donde los creyentes ricos los llevan en sus hombros, por fe o por vanidad -o en aquellas sectas más ligadas por su origen a la nación, que las defiende como entidades patrióticas, o en las que, como la episcopal, se imita-la pompa del culto romano, -puede decirse que, a pesar de sus músicas y anuncios y torres morunas y bancos de ébano, los templos están pobres y vacíos. Va la gente a oír a los pastores liberales, y más cuando se susurra que van para rebeldes; y aún tiene Brooklyn la tribuna teatral donde a trancos y gritos predica sobre las cosas del día, políticas o sociales, el destrísimo Falmage.


La Quinta Avenida llena de coches, los domingos a las diez, la cuadra de John Wall, pastor de espaldas catedralescas, consejo sutil y voz mugiente, que convida a la gente poderosa a unión en Dios, y a robustecer a los representantes divinos en la tierra, porque solo el poder de Dios,-con la ayuda de la bolsa humana y de clérigos de cien mil pesos al año, puede poner valla al mundo nuevo, al mundo anarquista, al mundo de cabello revuelto y rojo.


Pero los pastores reunidos en estos días, se han preguntado lo que todos ven: ¿por que ni aun dando a los templos el bullicio y agrado del teatro se niega la gente a venir al templo?


¡Porque la enseñanza es falsa, el carácter duro, el rico soberbio, el pobre desconfiado, y la época de vuelco y reencarnación, que pide para guía de juicio y consuelo del alma, algo más que iglesias ligadas en pro de los pudientes contra los míseros, y se rebajan al empleo de instrumentos de gobierno, y defensa de castas, y caen al suelo de una embestida de uñas! En cambio las iglesias de los negros están siempre llenas, porque la iglesia es, como para el Canadá francés, su única patria.


Lo que sí ha de celebrarse, si las sectas astutas no le caen encima, es el crecimiento por la fuerza de la caridad, de "las Hijas del Rey" que son ya cincuenta mil: y corren riesgo de que las use en su provecho exclusivo alguna de las sectas rivales. Nació este ejército piadoso en una conversación de sala "¡Tanta pena escondida -dijo una- que podría aliviarse con un poco de bondad y de método!" Fueron diez las primeras que se reunieron para pensar en como se remediarían, sin costos ni pompas, tantas desdichas del cuerpo y el alma. Pues que cada una junte diez amigas. Que donde haya diez amigas, quede el grupo. Que cada grupo atienda a propagar el cariño entre los seres humanos, y a endulzar una especie de miseria. Estas diez a buscar empleos a ancianos. Otras diez a confortar por las calles a las mujeres infelices. Otras a procurar quehaceres a los inválidos. Otro a enseñar a las esposas pobres a tener sus casas bellas. Otro a que no se deje carta sin responder porque puede morir de no recibirla un alma ansiosa. Para todo lo que padece, para el embellecimiento y mejora de la vida, para el sostén del alma incrédula, para esas finas nonadas que hacen la existencia llevadera y dulce, para todo hay un diez en "Las hijas del rey", que llevan la cruz de plata al pecho, y sonríen al descalzo, y parten su asiento en los carros, los dulces de su cartucho, las flores de su ramillete, el dinero de su portamonedas con la costurera, la lavandera, la anciana pobre que no tiene flores. Un diez se llama "Non Ego". Otro "Artístico". Otro: "Jamás murmures". Otro: "Madres ancianas". Otro: "Rayo de sol".





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Última Revisión: 15 de Septiembre del 2007
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