Damisela Oscar Wilde en las Escenas de Estados Unidos por José Martí.

José Martí - Oscar Wilde - Estados Unidos.

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José Martí
Oscar Wilde
Escenas de Estados Unidos


Esta escena fue redactada por José Martí el 7 de enero de 1882 en Nueva York y enviada a “La Opinión Nacional” donde se publicó el 21 de enero de 1882.




Ya toca a su remate el proceso del asesino; ya han negado a sus defensores permiso para poner peritos nuevos al formidable cortejo de peritos que le han venido declarando cuerdo en estos días; ya se prepara el defensor a resumir los hechos, y a aprovechar los testimonios en que cimenta su defensa; ya tienen concertada los acusadores la terrible respuesta que ha de seguirle; ya se aguardan cosas dolientísimas, y escenas de monstruo; ya se acerca el día en que han de publicar su veredicto los jurados.


Con los primeros días del año, llegó a Nueva York, a bordo de uno de esos vapores babilónicos, que parecen casas reales sobre el mar, un hombre joven y fornido, de elegante apostura, de enérgico rostro, de abundante cabello castaño, que se escapa de su gorra de piel sobre el Ulster recio que ampara del frío su robusto cuerpo. Tiene los ojos azules, como dando idea del cielo que ama, y lleva corbata azul, y sin ver que no está bien en las corbatas el color que está bien en los ojos. Son nuestros tiempos de corbata negra. Este joven lampiño, cuyo maxilar inferior, en señal de fuerza de voluntad, sobresale vigorosamente, es Oscar Wilde, el poeta joven de Inglaterra, el burlado y loado apóstol del Estetismo.


¿Quién no ha visto ese cuaderno de caricaturas que se publica cada semana en Londres, y en cuya carátula ríe maliciosamente, cercado de trasgos, bichos y duendes, un viejillo vestido de polichinela? Ese es el Punch, y Du Maurier es el dibujante poderoso que le da ahora vida. Cuánto acaece, allí es mofado. Toda figura que en toda parte de la tierra se señala, allí es desfigurada y vestida de circo. Va el Punch detrás de los hombres, con un manojo de látigos que rematan en cascabeles. Publica sus caricaturas por series, como los cuadros de Hogarth, y familiariza a su público con sus víctimas. Londres ríe hace meses por el poeta Postlethwaite, que es el nombre, ya famoso de un lado y otro del Atlántico, que el Punch ha dado a Oscar Wilde. Postlethwaite es una lánguida persona que abomina la vida, como cosa democrática, y pide a la luz su gama de colores, a las ondas su escala de sonidos, a la tierra apariencia y hazañas celestiales. Todo disgusta al descontentadizo Postlethwaite. Cuanto hacen los hombres, le parece cosa ruin. De puro desdeñar los hábitos humanos, va tan delgado, que parece céfiro. Postlethwaite quiere que sea toda la tierra un acorde de armoniosa lira. Estos parlamentos de los hombres de ahora le mueven a desdén, y quiere para la vida empleo espiritual, y para los vestidos colores tenues y análogos, de modo que el fieltro del sombrero no desdiga del cuero de las botas, y sea todo melancólico azul o pálido verde. Postlethwaite es ya persona célebre y toda Inglaterra y todos los Estados Unidos aplauden hoy una ópera bufa de un poeta inglés en que se cuentan los melodiosos y alados amores del tenue bardo mustio.


Con tanta hazaña movió Du Maurier su lápiz tajante, que cuando publico al cabo Oscar Wilde, jefe del movimiento artístico así satirizado su volumen de versos, no veían los lectores en sus arrogantes y límpidas estrofas más que aquella ridícula figura, que pasea con aire absorto por la tierra su mano alzada al cielo, como coloqueando con las brisas, y su nariz husmeante, en que cabalgan colosales gafas. Ahí está, en luz y sombra el movimiento estético. Mantiene este hombre joven que los ingleses tallan sus dioses en carbón de piedra y huye a Italia, en busca de dioses tallados en mármol; y va a Roma, por ver si halla consuelo en los alcázares católicos su espíritu sofocado por el humo de las fábricas; más vuelve al fin desconsolado a las islas nobles que le dieron cuna, y lo fueron en otro tiempo de la grandeza y la caballería, e invita a su alma a que salga de aquella vil casa de tráfico, donde se venden a martillo la sabiduría y la referencia, y donde, entre los que exageran el poder de Dios y los que se lo arrebatan, no tiene espacio el espíritu para soñar en su mejora y en las nobles artes. Quiere el movimiento estético, a juzgar por lo que de él va revelado y lo que muestra el libro de versos de Oscar Wilde, que el hombre se dé más al cultivo de lo que tiene de divino, y menos al cultivo de lo que le sobra de humano. Quiere que el trabajo sea alimento, y no modo enfermizo y agitado de ganar fortuna. Quiere que vaya la vida encaminada, más a hacer oro para la mente, que para las arcas. Quiere, por la pesquisa tenaz de la belleza en todo lo que existe, hallar la verdad suma, que está en toda obra en que la naturaleza se revela. Quiere que por el aborrecimiento de la fealdad se llegue al aborrecimiento del crimen. Quiere que el arte sea un culto, para que lo sea la virtud. Quiere que los ojos de la mente y los del rostro vean siempre en torno suyo, seres armónicos y bellos. Quiere renovar en Inglaterra la enseñanza griega. Y cae al fin en arrogancia y fraseo de escuela. Y dice que quiere hallar el secreto de la vida.


Hay en estos Estados Unidos, a la par que un ansia ávida de mejoramiento artístico, un espíritu de mofa que se place en escarnecer, como en venganza de su actual inferioridad, a toda persona o acontecimiento que demande su juicio, y dé en sus manos, y pasa en eso lo que en las ciudades de segundo orden con los dramas aplaudidos en las capitales, que solo por venir sancionados de la gran ciudad son recibidos en la provincia con mohines y desdenes, como para denotar mayor cultura y más exquisito gusto que el de los críticos metropolitanos. En esta dependencia de Europa viven los Estados Unidos en letras y artes: y como rico nuevo a quien nada parece bien para aderezar su mesa, y alhajar su casa, hacen profesión de desdeñosos y descontentadizos, y censuran con aires magistrales aquello mismo que envidian y se dan prisa a copiar.


¿Qué suerte aguarda, pues, al joven poeta que viene a esta tierra a propagar desde la plataforma del lector su dogma estético, y a poner en escena una tragedia de argumento ruso que por respetos internacionales no ha podido ser representada en Londres? No bien piso muelles de Nueva York el bardo inglés, a quien estiman los jueces serenos, dotado de ingenua fuerza poética, que se verá entera cuando haya pasado para el bardo joven el forzoso período de imitación, imitación de Keats y Swinburne, en que anda ahora; ya los periodistas sacaron a luz al lánguido Postlethwaite, y ya echan a nadar por plazas y calles, más ganosos de cebarse en lo alto que capaces de acatarlo, a esa criatura del sangriento Punch, a ese poeta famélico de cielo y agostado, a ese trovador que tañe en los aires enfermos una lira doliente e invisible.


Pero Oscar Wilde volverá a Europa. No volverán, en cambio, sino que harán casa en las entrañas de los bosques, o arrancarán una fortuna al seno de las minas, o morirán en la labor esos cuatrocientos cuarenta mil inmigrantes, que Europa, más sobrada de hijos que de beneficios, ha enviado este año a las tierras de América. Manadas, no grupos de pasajeros, parecen cuando llegan. Son el ejército de la paz. Tienen derecho a la vida. Su pie es ancho y necesitan tierra grande. En su pueblo cae nieve, y no tienen con que comprar pan y vino. El hombre ama la libertad, aunque no sepa que la ama y viene empujado de ella y huyendo de donde no la hay, cuando aquí viene. Esa estatua gigantesca que la República Francesa da en prenda de amistad a la República Americana no debiera, con la antorcha colosal en su mano levantada, alumbrar a los hombres, sino mirar de frente a Europa, con los brazos abiertos. He aquí el secreto de la prosperidad de los Estados Unidos: han abierto los brazos. Luchan los hombres por pan y por derecho, que es otro género de pan; y aquí hallan uno y otro, y ya no luchan. No bien abunda el trigo en los graneros, o el goce de sí propio halaga al hombre, la inmigración afloja, o cesa; más cuando los brazos robustos se fatigan de no hallar empleo, -que nada fatiga tanto como el reposo-, o cuando la avaricia o el miedo de los grandes trastorna a los pueblos, la inmigración como marea creciente, hincha sus olas en Europa y las envía a América. Y hay razas avarientas que son las del Norte, cuya hambre formidable necesita pueblos vírgenes. Y hay razas fieles, que son las del Sur, cuyos hijos no hallan que caliente más sol que el sol patrio, ni anhelan más riqueza que la naranja de oro y la azucena blanca que se cría en el jardín de sus abuelos: y quieren más su choza en su terruño que palacio en tierra ajena. De los pueblos del Norte vienen a los Estados Unidos ejércitos de trabajadores: ni su instinto los invita a no mudar de suelo, ni el propio les ofrece campo ni paz bastante. Ciento noventa mil alemanes han venido este año a América: ¿qué han de hacer en Alemania, donde es el porvenir del hombre pobre ser pedestal de fusil, y coraza del dueño del Imperio? Y prefieren ser soldados de sí mismos, a serlos del Emperador. De Irlanda, como los irlandeses esperan ahora tener patria, han venido en este año menos inmigrantes que en los anteriores. La especie humana ama el sacrificio glorioso. Todos los reyes pierden sus ejércitos: jamás la libertad perderá el suyo: -de las islas inglesas solo han buscado hogar americano este año, ciento quince mil viajeros. Francia, que enamora a sus hijos, no ha perdido de éstos más que cuatro mil, que son en su mayor parte artesanos de pueblos, que no osan rivalizar con los de la ciudad, ni gustan de quedarse en las aldeas, y vienen, movidos del espíritu inquieto de los Francos, a luchar con rivales que juzgan menos temibles que los propios. Italia, cuyas grandes amarguras no le han dejado tiempo para enseñar a sus campesinos el buen trabajo rudo, han acrecido con trece mil de sus perezosos y labriegos, la población americana. Suiza, que no tiene en sus comarcas breves, faena que dar a sus vivaces y honrados hijos, no ha mandado menos de once mil a estas playas nuevas. De Escandinavia, a cuyos donceles de cabellos rojos no tienen los desconsolados nativos riquezas de la tierra que ofrecer, porque es su tierra tan pobre como hermosa, llegaron a Nueva York cincuenta mil hombres fornidos, laboriosos y honrados. Nueve mil llegaron de la mísera Bohemia, más en fuga del trabajo que en su busca: y nueve mil de Rusia, de cuyas ciudades huyen los hebreos azotados y acorralados. Y los áridos pueblos de la entrada del Báltico han enviado a estas comarca de bosques opulentos diez y seis mil neerlandeses. Y como vienen, hacinados en esos vapores criminales! No los llaman por nombres sino los cuentan por cabeza, como a los brutos en los llanos. A un lado y otro del globo, del lóbrego vientre de los buques, se alzan jaulas de hierros construidas en camadas superpuestas, subdivididas en lechos nauseabundos, a los que sube por una escalerilla vertical, entre cantares obscenos y voces de ebrios, la mísera mujer cubierta de hijos que viene a América traída del hambre, o del amor al esposo que no ha vuelto. Les dan a comer manjares fétidos, les dan a beber agua mal oliente. Como a riqueza a que no tienen derecho, los sacan en majadas a respirar algunos instantes sobre la cubierta del buque el aire fresco. No se concibe como reclusión semejante no los mueve al crimen! ¿Dónde está la piedad, que no está donde padecen los desgraciados?


Y ellos llegan contentos como los hebreos que acompañaban a Moisés. Vienen a la tierra de los gigantescos racimos de uvas. Vienen a los ríos, que arrastran oro, y a las selvas que no se secan. Los unos empuñan la hoz, y se van en cuadrillas por los campos a hacer trabajos de labriegos. Hácense los italianos de unas cuantas naranjas y limones y pastas de azúcar, y alzan en un rincón de Nueva York una frágil barraca. Los alemanes son hombres de ciencia y de comercio. No hay relojeros como los suizos. Ni gentes más honestas que los belgas. No hay trabajo recio y mezquino que no hagan con buena voluntad los hombres de Irlanda, ni sirvienta que no sea irlandesa. Ni hay modo de ir por las calles sin dar con esos hombres de rostro áspero y huesoso, nariz corta y empinada, ojos malignos y breves, maxilares gruesos, labios belfudos y afeitados, y barbilla ruin que les cerca, como un halo, el rostro. Son inmigrantes de Irlanda. Llenan las minas de California, llenan las fábricas de Nueva York. Ellos elaboran la cerveza y ellos la beben. De su tenacidad e industria se aprovechan los yankees, que los mofan, y en verdad no hay fiesta que sea más de reír que un día de San Patricio, patrón de Irlanda, en que enfilan en las calles de Nueva York los irlandeses, que andan ese día la ciudad en procesión copiosa, acicalados con las mejores prendas de su baúl de lujo, que son sombreros altos de olvidadas modas, o levitas gruesas que van diciendo en sus indómitas arrugas el excesivo cuidado con que las ven sus dueños, que ostentan en ese día los colores patrios, en una banda verde, que les cruza sobre el chaleco de grandes ramazones el orgulloso pecho. Y en prestados corceles hacen de generales, con sombreros plumados, mofletudos cerveceros. Más es también verdad que cuando yacen en la cárcel de Kilnainham, en la oprimida Irlanda, los bravos caudillos que intentan arrebatar a los voraces propietarios ingleses las tierras de cuyo señorío culpablemente abusan para que las goce en su precio justo, los infelices nativos, -estos Patricios y estos Jaimes no vuelven los ojos de su viejo pueblo en desventura, y apartan de sus haberes y salarios grandes sumas que ayudan a mantener viva en Irlanda la sabia rebelión pacifica que organizaron los caudillos presos. ¡Suelen los hombres tener manos rudas y espíritus blandos! Yo estrecho con gozo toda mano callosa.


¡Ahora acaba de huir la vida de una mano que ha arrancado muchos secretos a la naturaleza!


Fue también mano inglesa, y sostuvo una de las plumas más investigadoras y elocuentes de su tiempo. Fijo la faz humana en el cristal y vio, como si fuese de cristal, en el cuerpo humano. El profesor Draper, ha muerto. Nació en Inglaterra y vivió en los Estados Unidos. Sus obras están traducidas al francés, al italiano, al alemán, al polaco y al ruso: ¡una apenas está traducida al castellano!: "Los Conflictos entre la Ciencia y la Religión". Escribía como el inglés Burke, como Herbert Spencer, como Stuart Mill. Bajo su frase se sentía el hecho en que la fundaba. No preconcebía sistemas, ni laboraba ofuscado por ellos. Su oficio era buscar verdades, y revelarlas. Este siglo prepara la filosofía que ha de establecer el siglo que viene. Este es el siglo del detalle: el que viene será el siglo de síntesis. Draper fue uno de los grandes preparadores. No alcanzan los obreros empeñados en una parte de la obra toda la grandeza y maravilla del conjunto, por lo que no son los que fabrican un edificio los que han de juzgarlo, sino los que huelgan después por sus salones espaciosos, y los ven acabados y lo gozan. ¡Qué estudiante neoyorkino, u hombre de ciencia americana, u extranjero respetuoso, no había visto a Draper! Su frente era saliente y adoselada como la del poeta Bryant, y la del naturalista Darwin. Daba envidia su frente, a la que los pensamientos habían empujado, a manera de solio, sobre el rostro. Invitaba a llamar a ella con respeto y a evocar las riquezas que encerraba. Fluía de sus labios espesos la palabra grave. Brillaba en sus ojos, cobijados por cejas tupidas, sus "Pensamientos sobre la Política Civil de América", que son guía de estadista, ni su "Filosofía Natural", que quiere que no se niegue lo visible, ni se le imponga lo desconocido; ni sus "Conflictos entre la Ciencia y la Religión", que es una obra formidable y precisa, que movió tormenta y consagro la fama del anciano.


¡Cómo nos avergonzamos ante esos cíclopes, nosotros los que hacemos grandes méritos de tal o cual librillo mendicante! ¡Cómo nos afligimos de vivir, como vivimos todos los americanos montados en nuestro caballo de batalla! Y ¡qué bueno fuera dejar de una vez los arreos de batallar, y luego de volver del campo de labor, escribir en la mesa de pino del hogar cosas graves y ciertas, aprendidas en la experiencia provechosa de horas reposadas! ¡Qué maravillas no sacaríamos de nuestras mentes, dados a pensar en lo maravilloso! ¡Nuestros libros serían rayos de sol! ¡Y ahora nos vamos, llenos todos de heridas, con nuestros libros inescritos a la tumba!




Oscar Wilde en las Crónicas y Ensayos de José Martí



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Última Revisión: 15 de Septiembre del 2007
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