Damisela Enrique J. Varona por José Martí.

José Martí - Crónicas y Ensayos - Enrique J. Varona por José Martí.

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José Martí
Enrique J. Varona
Crónicas y Ensayos


José Martí honra con dos ensayos la obra literaria de Enrique J. Varona. Varona, que con el transcurso de los años llegaría a ser estimado el escritor cubano de mayor conocimientos, ya en la reflexión de su madurez consideró a Martí como “sobrenatural”. El primer ensayo que presentamos fue publicado en el diario “El Economista Americano” en Nueva York en 1887, el segundo se publicó en el mismo periódico en enero de 1888.




El Poeta Anónimo de Polonia,
Enrique J. Varona


Pocas páginas son, todas de oro. Se cuenta en ellas con palabras cargada de sentido la vida de aquel Krazinski, hijo de un polaco débil, que amó demasiado a su patria para aconsejarle una guerra inútil, como Slowazcki de versos flamígeros, o para sentarse a la mesa del déspota, como el resplandeciente Michiewichkz. Se cuenta la eterna doblez de la tiranía, y la necedad de los esclavos crédulos: “fidus servus, perpetuus asinus”, como escribía, al fin de una vida de lealtad estéril, Viglius a Hopper. Se cuentan aquellos gemidos desgarradores del polaco que, sin más fuerzas que las femeniles de la lengua, ve a su madre, como a la cola de los potros, partirse en pedazos: aquellos símbolos, revueltos y seductores como las vorágines, de “Iridien”, “La Comedia” y “La Aurora”: aquellas vislumbres de joya, ruido de espuma, y lujo boreal de su poesía.


Habla el cubano Varona una admirable lengua, no como otras acicalada y lechuguina, sino de aquella robustez que nace de la lozanía y salud del pensamiento. Vuela su prosa, cuando la levanta la indignación, con la tajante y serena ala del águila: globos bruñidos parecen sus párrafos: la continua nobleza de la idea la da a su lenguaje: y es su realce mayor la santa angustia con que, compuesta en la mente la imagen cabal del mundo libre y armonioso. ve a su pueblo, cual Krazinski al suyo, padecer bajo un régimen que lo injuria, como un ente maldito y deforme. ¡Las llamas son la lengua natural en desdicha semejante! Su belleza y su fuego tienen los párrafos de Varona en este estudio artístico y ferviente.




Seis Conferencias,
por Enrique J. Varona


Rara vez tienen las colecciones de estudios sueltos, donde el filósofo hace hoy lo que con el diálogo hicieron antes Platón, Diderot y Shaftsbury, el interés, elevación y unidad que el cubano Varona ha sabido dar a sus seis conferencias, forma propia de la energía intelectual en un país donde ésta es tan decidida y robusta como áspero el régimen que la coarta, y donde los hombres superiores, que la isla produce en abundancia notable, luchan por acomodar su fuerza inútil a un pueblo tan imperfecto y heterogéneo como amado. Al relámpago de la indignación, o a la llamarada de la vergüenza, no puede la mano impaciente escribir con el acopio y regalo del libro. De la hoja que pasa, del poeta que muere y de la fiesta fugaz toma ocasión el escritor honrado para hablar con la majestad del arte a la patria que ya ostenta la de la desventura, para sacar de los fórnices a las conciencias. Y Varona ha hecho esto con tal belleza, erudición y sensatez, que sus seis conferencias vienen a ser tipo cabal de los difíciles trabajos de esta especie, cuyo mérito no está en revestir con lenguaje aparatoso un tema violento o desproporcionado, ni en reconocer materiales ajenos, sino en agrupar los elementos del asunto, de modo que, enriquecido con sus consecuencias y relaciones, tienda con cada palabra u omisión al fin certero y noble, que es el secreto del vigor y la garantía del éxito.


Sólo por los asuntos, felices todos, pudieran preferirse a la conferencia sobre Mlle. Scudery, tan donosa como el estudio de sus graves ideas sobre la mujer lo permiten, o a aquella donde entre L'Arnour de Michelet y el Diálogo de Platón escoge el amor de hoy, profundo y sensato, o a la que encomia el arte libre como urna de los siglos y cemento de los hombres, los otros tres majestuosos discursos en que con estrofas, más que con períodos, celebra a Víctor Hugo como poeta satírico, o pone de relieve con perspicacia singular las semejanzas poco visibles del idealista Emerson y su pueblo mercader, o labra con oro de ley la corona que merece el sublime Cervantes.


La mujer no es para Varona ese gozo de diván o astro de retrete que no han sacado aún de su servidumbre oriental la idolatría católica ni la falsa cultura; sino la dulce amiga del corazón y de la mente, a quien no sea extraño cuanto hace la vida llevadera, por útil, al esposo de hoy, que ya no halla su mayor placer en aquella miel de Himeto que aconseja Ovidio, ni en los arrebatos de la activa eruca. El arte no es venal adorno de reyes y pontífices, por donde apenas asoma la cabeza eterna el genio, sino divina acumulación del alma humana, donde los hombres de todas las edades se reconocen y confortan. Víctor Hugo, aquel a quien llama "luz de su siglo" el inglés Swinburne, no es juzgado en el libro de Varona, donde para él se despoja a Juvenal del cetro de la sátira, con la ciega pasión de SaintVictor, que bien pudo inspirar al hijo de un pueblo opreso el libro fulminante de Los Castigos, sino con el juicio sereno de Bourget y Schoerer, y aquel respeto con que los dos Goncourt ya lo divisan en el porvenir, surgiendo de los siglos cual de su morada natural, con sus tajos de sombra, bastiones cubiertos de verdor y torres de lianas y enredaderas, como los castillos alemanes. Emerson aparece menos radioso acaso de como por sus versos de esfinge rescatada se revela; pero allí está con sus ojos azules y porte imperial, con su paso de cumbres y filosofía de estrella, con el acuerdo imponente de su espíritu puro -testigo de lo universo- y la maravilla espiritual y armónica de la naturaleza, donde diez años antes que Darwin vio al gusano, en su brega por llegar a hombre, “ascendiendo por todas las espiras de la forma.” Y Cervantes... ¡Ah Cervantes no es como aquel Lope de Vega prodigioso y vil de las cartas inverecundas al de Sessa, ni vocero de glorias de su rey Felipe, que no fue cual lo forjan Núñez de Arce y Moüy, sino como Gachard y Motley y nuestro Güell lo pintan: Cervantes es el que La Verdad sobre el Quijote de Benjumea dice, y en el Alonso de Quijano mismo, con bondad de santo que tenía a Panza por cilicio, se demuestra: Cervantes es, en el estudio intachable del escritor de Cuba, aquel temprano amigo del hombre que vivió en tiempos aciagos para la libertad y el decoro, y con la dulce tristeza del genio prefirió la vida entre los humildes al adelanto cortesano, y es a la vez deleite de las letras y uno de los caracteres más bellos de la historia.


Suele la erudición, si es más que el talento, deslucirlo en vez de realzarlo; o se despega de el si es mera ciencia de prólogo, mal habida a última hora, cuando llaman al circo los clarines dorados, y no de oro, de la fama; pero lo mucho que sabe Varona no le estorba, porque lo sabe bien, y se ve en todo el libro aquella paz mental que sólo viene del saber seguro, y da a lo escrito autoridad y hechizo. Ni es tampoco en Varona la imaginación, más embarazosa que apetecible para las tareas críticas, de aquella especie que va engarzando, con terquedad de tábano, alusiones que pudieran desmontarse del discurso, como las piedras de una joya; sino aquel otro modo del imaginar, tal vez superior, que percibe las leyes supremas, y con el auxilio posterior de la ciencia las afirma y compulsa; pues ¿cuándo el decorador fue más apreciado que el arquitecto? Y de ese conocimiento, desapasionado como todo saber real, y de la gloria que inunda la mente subida por el saber a aquella cúspide serena donde se ve lo uno de todo, viene a este cubano admirable la condición esencial para los trabajos de examen fecundo y juicios definitivos, que es la de conocer la razón de cuanto es, puesto que es, y la mera apariencia de lo contradictorio, y la unidad cierta, venturosa y lumínea de lo que, por vanidad de los sofistas o por requerimiento de estado, resulta opuesto o insensato en la Naturaleza.


Y el lenguaje, al que es el pensamiento lo que la salud a la tez, llega por esas dotes en este escritor a una lozanía y limpieza que recuerdan la soberana beldad de las mujeres, épicas y sencillas, de la tierra del Camagüey, donde nació Varona. De la fijeza del conocimiento le viene la seguridad del estilo, de su certidumbre del valor de cada detalle la flexibilidad y la majestad de la que indudablemente tiene en sí, acrecentada con su noción bella y sólida de la del mundo. Cada conferencia ostenta un caudal de voces propio, escogidas sin esfuerzo de entre la flor del vocabulario conveniente al asunto; y la misma lengua, que en ciertos párrafos del estudio sobre la Scudery va de chupa de seda y sombrero de paja, como los caballeros enamorados de las pastorales de Boucher, estalla en algunos períodos del estudio sobre Víctor Hugo como imagen de mármol que el sacerdote deshace contra el pavimento, al ver el templo invadido por la turba maldita de los profanadores. La excelencia de su estilo es aquella difícil que proviene, no de supercherías brillantes o genialidades espasmódicas, sino del perpetuo fulgor del pensamiento, tal como el vino celeste de que habla el falso Profeta, que era de piedras ricas derretidas. Y no es que deje de usar palabras que parecen nuevas a los que no las conocen, por lo cual dicen éstos al punto que están mal usadas, sino que las engasta con tal propiedad en la frase, y con conocimiento tal de su valor, que lo que en otro pareciera adorno de relumbrón, en él parece pasamanería de lo más fino. Sólo flaquea el estilo cuando alguna nota local o paso de ocasión lo sacan, siempre por pocos momentos, de su natural altura.


Pero este libro, a pesar de las condiciones de mérito constante que por sus seis discursos se confirman, no se hubiera librado acaso de cierto desmayo común a las colecciones de trabajos de temas diversos, si en todo él no resplandeciese, sin pecar una vez sola contra la moderación artística, aquel purísimo amor al país, mayor en la desgracia, que es la expresión más bella y vehemente del amor al hombre. Fundar, más que agitar, quiere Varona, como cumple, aun en las épocas más turbulentas, a aquellos a quienes el desinterés aconseja el único modo útil de amar a la patria, en Cuba -como en todas partes- menesterosa de espíritus creadores: ¡infundir, como el aire, la decisión de vivir puro en todos los corazones! Más que estremecer sin sentido, ¡fortificar, sembrar, unir como una red de almas la tierra!


Y lo que, con superior unidad, liga esos diversos estudios aun más que el amor a la patria, con ser tan ferviente, es aquel paternal y doloroso cariño, don peculiar de las almas ilustres, por la humanidad débil o infeliz, que sólo en la hora suprema de amargura vuelve los ojos, para lapidar después, a los que acaso no viven sino porque en sí llevan, prémieseles o nó, el mandato de servirla. En todo es Cuba desdichada, menos en el esplendor de su naturaleza, la bondad de sus mujeres y el mérito de sus hijos.




Cartas de José Martí a Enrique J. Varona



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Última Revisión: 1 de Septiembre del 2007
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