Me llega su hermosa carta en un instante en que el trabajo, ni hoy ni en tres o cuatro días, me deja levantar la cabeza. En cuanto pase este huracán de quehacer me sentaré a conversar con Vd. largamente, con el franco gozo con que un joven que ha aprendido en la pena a ser viejo, habla a un anciano lleno de méritos a quien no ha podido corromper la vida.
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Pero mientras le escribo, déjeme decirle, porque en eso tengo placer, que, cualquiera que sea la extensión de lo que Vd. llama mi generosidad, que ruego a Dios no sea menos nunca, no sólo pienso yo lo mismo que Vd., y temo lo que Vd., y sé sobre los cuervos lo que Vd. sabe, sino que mi opinión actual sobre el trabajo. urgente que nos cumple hacer, proviene precisamente del conocimiento de ese grave peligro, y tiene, como una de sus principales razones, el objeto de irle poniendo valla de antemano. Con que ya ve que razón pueden tener sus dudas: ya comprende el gusto con que veo confirmadas mis previsiones por un observador tan experimentado y juicioso: ya adivina que para mi país, que es mi pasión, ni las amistades que me supone y no tengo, ni una generosidad extraviada y ciega, me harán jamás ayudar ni consentir en lo que no lleve desinteresadamente al bien y al derecho igual de todos sus hijos, con ánimo firme y grandioso.
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A otro menos hecho que yo a descubrir por entre injusticias aparentes el carácter real de los hombres, podrían lastimar sus benévolas reticencias sobre mí. Pero a mí sólo me sirven para estimarlo a Vd. más, porque dan prueba nueva de la pureza con que sirve a su patria.
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