Damisela El Narcisismo en la Vida y Obra de Martí en Críticas y Comentarios de José Martí.

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El Narcisismo en la Vida y Obra de Martí


Esta crítica literaria de la Vida y Obra de José Martí por J. de la Luz León fue escrita en Ginebra, 1932, y aparece en el libro “Homenaje a Enrique José Varona en el cincuentenario de su primer curso de filosofía (1880-1930): Miscelánea de estudios literarios, históricos y filosóficos”, Publicaciones de la Secretaría de educación, La Habana, Cuba, 1935, páginas 245-253.




El Narcisismo en la Vida y Obra de Martí


Martí sintió una antipatía pascaliana por el yo. Es el menos egolátrico de los escritores personales. Apenas hay confesiones ni intimidades en la obra de este gran lírico. Sólo de vez en vez aparecen en sus cartas y aun en una de éstas, escrita a una hermana, le habla de sus odios, "siempre crecientes, a poner en el papel las cosas íntimas del alma".


Sus prosas no se refieren a sí mismo ni siquiera en las circunstancias en que ya no es el puro hombre de letras quien nos habla, sino el agitador, el combatiente que lanza su palabra de vindicación o de protesta. Hasta sus discursos revelan una preocupación de impersonalidad a lo Flaubert.


Sólo en algunos trabajos de la juventud insinúa aquí y allá su yo, como en El Presidio Político en Cuba, donde declara que el orgullo con que agita sus cadenas valdrá más que todas sus glorias futuras. Pero al instante se recobra y escribe: "¿A qué hablar de mí mismo, ahora que hablo de sufrimientos?" Allí aparece, todavía impreciso y vago, su fervor místico, su extraordinaria capacidad para el dolor, y como sacudido por una visión profética, esboza sobriamente lo que ha de ser su vida toda.


La egolatría de la forma es al mismo tiempo una condenación expresa del yo, que a partir de entonces, fiel a ese programa de la mocedad, se anega bajo un ansia de sacrificio y de piedad: "Yo suelo olvidar mi mal cuando curo el mal de los demás. Yo suelo no acordarme de mi daño más que cuando los demás pueden sufrirlo por mí. Y cuando yo sufro y no mitiga mi dolor el placer de mitigar el sufrimiento ajeno, me parece que en mundos anteriores he cometido una gran falta que en mi peregrinación desconocida por el espacio me ha tocado venir a purgar aquí. Y sufro más, pensando que, así como es honda mi pena, será amargo y desgarrador el remordimiento de los que la causan a alguien."


Es también allí donde nos dice que "sufrir es morir para la torpe vida por nosotros creada, y nacer para la vida de lo bueno, única vida verdadera". Cuando Martí escribe esas palabras, no tiene más que dieciocho años.


A los veinticinco redacta su folleto sobre Guatemala, tierra a la que llega "pobre, desconocido, fiero y triste", y es tal su entusiasmo, tal su gratitud por el pueblo que le ha dado casa y vasto campo para su "impaciencia americana", que, lejos de substraer el yo, se le ve como una secreta complacencia a exponerlo reiteradamente.


En lo sucesivo son muy escasas las alusiones personales. Las reservará para cuando llegue el momento de hablar de sus amigos íntimos, de los hombres mezclados a sus luchas, a sus ideales: Fermín Valdés Domínguez, "porque en la vida nublada" persiguieron "la misma estrella doliente y adorable", y se "juraron a la única esposa a quien se perdonan la ingratitud y el deshonor"; Rafael Serra, a cuyo lado vivió, y lo vio "sujetarse, cultivarse, perdonar y fundar, vencerse" ; Juan de Dios Peza, "que no ve del mundo más que lo que lleva en sí, que es la generosidad"; Rafael Mendive, de quien evocará en el exilio las enseñanzas, llamándolo con ternura filial "mi maestro"....


Pero no es nunca el prurito de ponerse en primer plano, de atraer las miradas sobre sí, sino de avalorar un hecho, de dar mayor relieve a un recuerdo, a una anécdota. Como cuando confiesa en un discurso, que no pudo evitar el llanto el día que un anciano de setentitrés años, que ya había peleado por su patria diez, vino a decirle: -"Quiero irme a la guerra con mis tres hijos." La vida -comenta Martí- seca las lágrimas; pero aquella vez me corrieron sin miedo de los ojos.


Más de una vez, en sus trabajos de crítica literaria, recomendo a los otros aquella impersonalidad, aquel como divorcio entre el individuo y la obra que él mismo deseaba para sí y sin duda creyó realizar.


Afirmaba que el desinterés del autor es, en la composición de un libro, esencial al arte, pues "el apuntador molesta en los libros, como en el teatro. Lo que se vio es lo que importa, y no quien lo víó". Una poesía de Francisco Sellén se le antoja admirable porque el autor "no se pone en ella a desarreglar el cuadro con su persona intrusa, como los poetas personales". Que un lírico cante con demasiada complacencia sus propias penas le parece igualmente condenable; en la queja continua ve una disminución de la dignidad varonil y proclama que de su dolor solo ha de decir el hombre lo que aproveche y consuele al genero humano.


Sin embargo, pese a sus teorías, Martí no está nunca ausente de sus escritos, y todo lo suyo lleva un sello inconfundible, personalísimo. El estilo martiense se modifica apenas con el andar de los años, y, lo que es sorprendente en este hombre que vive en la realidad cotidiana perennemente espoleado por el ansia de darse a los demás, es que hay en el una cierta resistencia a salirse de su propia "atmósfera" y penetrar y abarcar psicologías ajenas a la suya.


Los temas que abordo, forzado por el trajín periodístico, fueron innumerables. El índice de sus curiosidades intelectivas acusa una inquietud jamás en reposo. Y contra lo que pudiera creerse al conocer su infatigable actividad, la variedad de su labor y el incesante ir y venir de un pueblo a otro, sin reposo físico ni moral, nunca improviso, si por improvisación se entiende la facilidad de tratar un asunto sin antes estudiarlo y ahondarlo concienzudamente.


No fue premioso en la ejecución, aunque muchos de sus originales aparecen llenos de tachaduras y modificaciones. Pero esto debemos atribuirlo, más que a la dificultad en hallar la expresión, a la multiplicidad de sus visiones mentales, pues también hace vacilar la pluma el exceso de ideas. Lo indudable es que su cultura fue inmensa, y por lo que hace a la historia de América y a las literaturas en general, sin lagunas. De su saber daba el fruto, la esencia, y evitaba el alarde o la exposición inútil. "Suele la erudicion -dijo -si es más que el talento, deslucirlo en vez de realzarlo."


En sus faenas ponía un anhelo de totalidad y perfección que a menudo contrastaba con la índole subalterna o precaria del asunto. Y el mismo, en una carta a D. Bartolome Mitre, reconocía como mal suyo no poder concebir nada en retazos, y querer cargar de esencia los pequeños moldes, dando así a los artículos de diario si no una extensión, una intensidad de libros.


En esa misma epístola nos explica su método informativo: "poner los ojos limpios de prejuicios en todos los campos, y el oído a los diversos vientos, y luego, de bien henchido el juicio de pareceres distintos -e impresiones, dejarlos hervir, y dar de sí la esencia". Y cuando hablo de literatura -añade-"no hablo de alardear de imaginación, ni de literatura mía, sino de dar cuenta fiel de los productos de la ajena".


¿Pero no se trata de un objetivismo ilusorio, como el del propio Flaubert, que comunicó a todos sus personajes la substancia de su espíritu, y se retrató incluso en la atormentada Emma Bovary?


Martí sólo escribió una novela, Amistad Funesta, y no es necesario estar muy familiarizado con su obra para advertir en seguida que Juan Jérez, el protagonista, que llevaba en el rostro pálido "la nostalgia de la acción, la luminosa enfermedad de las almas grandes" está moldeado con elementos exclusivos del alma martiense. ¿Cuál fue la actitud de Martí frente a los personajes reales de la política o del arte que la necesidad periodística o una afinidad presentida le obligó a estudiar y analizar?


Su personalidad vigorosa se refleja en ellos. Es una proyección inconsciente. Ve en los grandes sus propias grandezas, sus excelencias, sus fervores. Y eleva los pequeños hasta si, aplicándoles cualidades y grandezas que sólo en el existían.


De este modo sus retratos, en una estimativa vulgar, son infieles. Creación, no copia. Idealización, no reproducción. Lo mejor que hay en esos retratos dimana del propio artista, no del modelo, que sólo es un pretexto. ¡Alabada sea esta inexactitud que así nos permite, al recorrer la vasta galería de Martí, reconocerlo en cada pincelada y advertir su propia imagen tras la imagen cambiante y móvil de los otros!


El primero que observó, en la patria de Martí al menos, este subjetivismo, fue José Antonio González Lanuza, uno de los escasos políticos conterráneos de nuestro autor que hablara de el sin utilizar ninguna de las descoloridas metáforas de la consagración oficial.


González Lanuza creyó ver un autorretrato en las siguientes palabras de Martí sobre Bolívar: "Bolívar era pequeño de cuerpo. Los ojos le relampagueaban, y las palabras se le salían de los labios. Parecía como si estuviera esperando siempre la hora de montar a caballo. Era' su país, su país oprimido, que le pesaba en el corazón, y no le dejaba vivir en paz. La América entera estaba como despertando. Un hombre solo no vale nunca más que un pueblo entero; pero hay hombres que no se cansan, cuando su pueblo se cansa, y que se deciden a la guerra antes que los pueblos, porque no tienen que consultar a nadie más que a sí mismos, y los pueblos tienen muchos hombres, y no pueden consultarse tan pronto. Ese fue el mérito de Bolívar, que no se cansó de pelear por la libertad de Venezuela, cuando parecía que Venezuela se cansaba. Lo habían derrotado los españoles: lo habían echado del país. El se fue a una isla, a ver a su tierra de cerca, a pensar en su tierra."


El propio González Lanuza substanciaba así su tesis: "No era Martí de aventajada estatura, era más bien pequeño de cuerpo (acaso fuera de la propia estatura de Bolívar) ; era nervioso también, como a Bolívar pintara; sus ojos, todos los que lo conocieron lo dicen, relampagueaban; las palabras asimismo se salían de sus labios; y cuando su pueblo se había cansado de pelear, el no se había cansado del propósito de iniciar una nueva lucha; el había decidido la guerra solo, porque sólo a sí mismo se consultaba; no necesitaba consultar a su pueblo y le parecía también muy difícil consultar la opinión de muchos. Y tan había decidido la guerra el solo, que a los jefes principales de aquella lucha, a los generales Máximo Gómez y Antonio Maceo, los fue a buscar; y lo que no habían decidido ellos, el hubo de decidirlo y fue el solo quien sacó de su inacción a tales hombres y en la aventura los embarcó. Cuando escribía tales palabras de Bolívar, es probable que pensara en sí mismo; es probable que no quisiera establecer una franca comparación, cosa que su propia modestia había de vedarle; pero yo dudo de que nadie que lo haya conocido, de que nadie que, aun sin conocerlo, haya oído hablar de el tanto como lo hemos oído nosotros todos, deje de encontrar su propio espíritu, su propio temperamento, la condensación de su carácter y de su historia, en esas líneas en que el trataba de pintar a los niños al que fue el Libertador de la América Central y Meridional."


Y así llegamos a lo que, empleando una frase afortunada, ha llamado el cubano Félix Lizaso el narcisismo de Martí. Fijemos bien el sentido de esta expresión que pudiera prestarse a interpretaciones equívocas y rebajar, de tomarla en su acepción común, la magnífica y clarividente facultad martiense de verter sobre los demás luces que sólo fulgían en su mundo interior.


Martí dijo de Goethe que era un Narciso de mármol. ¿No podríamos decir de el que fue un Narciso sin dureza ni frialdad?


No es el puro egotismo standhalíano tintado de egoísmo, ni limitación, sino comprensión, expansión de sí mismo, don preclaro de acoplar y amalgamar elementos propios a lo que percibía, -o creía percibir-en las otras criaturas. Ninguna de las figuras que el ensalzó, por gallarda que fuera, quedó disminuida de un ápice, y sí embellecida, engrandecida, magnificada radiosamente. Hace pensar en un escultor que rehiciera nuevamente la estatua, transformándola y comunicándole una nueva juventud, pero sin alterar ninguno de los rasgos fundamentales.


El hijo de Cefiso se busca afanoso en el fondo del estanque, y turbado por su propia hermosura se precipita en las aguas. Nada ha visto, fuera de lo que reflejan las ondas apacibles, que es su imagen, siempre igual, imperturbable, extática, muda. ¿Que sería de su belleza si Narciso abandonara el brocal de la fuente y quisiera verse en el paisaje en torno, sorprender la huella de su paso en la colina, confundir el eco de su voz con el rumor de los pinos lejanos? Entonces comprendería cuán pequeña e insignificante es su persona, alargada por las aguas quietas, mansas, sin profundidad ni resonancias, del estanque dormido.


Martí es un viajero de almas. Acaso no busca otra cosa a través de sus ardientes peregrinaciones. Y no tiene tiempo para contemplarse a sí mismo. Pero sus pupilas, luminosamente abiertas sobre el horizonte, están atentas a los menores signos que vienen de lo ignoto. Hay en el un fascinante poder de captación, de intuición sería mejor decir, y nada que sea humano le es extraño. Excusar, perdonar, interpretar benévolamente los gestos y palabras de los hombres es su proceder constante.


Y no hay en el ingenuidad, sino piedad. Sabía llegar hasta lo recóndito, y sus palabras sobre Miguel Peña tienen en su caso justa aplicación: "Vestidos de cristal estaban los demás para el; y el, para ellos, de sombra." Anda, busca, inquiere, medita, cambia incesantemente de atalaya y precisamente lo que persigue es descubrir almas nuevas, caminos no explorados, bañarse en ondas que traigan el eco del tumulto universal. Por su impaciencia, por su curiosidad, por su fervor de renovación, es el anti-Narciso.


¿Qué justifica, entonces, esta alusión al mito helénico al hablar de Martí?


Es que el suyo es un narcisismo vuelto del revés; a la inversa del personaje de la fábula, Martí quiere olvidarse de sí propio, borrar las huellas de su ser espiritual al buscar en los otros, pero lejos de anegarse, se halla de nuevo, se expande milagrosamente y crea, sin falsear el de la realidad, un personaje hijo de su fantasía y de su ensueño, hijo de su carne y de sus anhelos, tal como él era, parejo a como él habría querido ser.


Hay una afirmación de Martí, hecha siendo todavía muy joven, que nos da en cierto modo la clave de ese narcisismo, o más exactamente idealismo que le lleva en unos casos a atribuir virtudes supremas a criaturas borrosas y en otros a exaltar en ellas magnificencias que sólo en sí vivían. Estando en España comenzó a escribir un drama pasional, y puso en la introducción las siguientes palabras: "Yo no pinto los hombres que son: pinto los hombres que debieran ser." ¿No hay ahí todo un programa ético?


De su Juan Jérez nos dirá que en la mujer veía más el símbolo de las hermosuras ideadas que un ser real.


No es mucha la distancia que media entre la concepción que nos hemos forjado de los hombres y de la vida y lo que en realidad somos o querríamos que fuese nuestra vida. Concebir un tipo de absoluta perfección moral equivale a poseer, potencialmente, sus mismas perfecciones. Y el artista que modela, sacándosela de la entraña, una figura irreal, sin posibles lineamientos en la existencia verdadera, es porque aspira a hacer de ella norma y patrón de su conducta.


Martí es artista. Pero es al mismo tiempo, es sobre todo, por irrefrenable imperativo de su predestinación mesiánica, hombre de acción. El arte sólo no bastaría a colmar sus anhelos. Y entonces, en vez de consagrarse a forjar tipos que posean sus mismas virtudes, en vez de pintar hombres adornados de las excelencias que él quiere ver en el hombre, proyecta esos fervores sobre la humanidad real que le circunda, y como él mismo dijera de Cecilio Acosta, de un bravo hace un Cid, de un orador un Demóstenes, de un buen prelado un San Ambrosio.


Así, para calar en el carácter de Martí, para ahondar en su psicología, nada tan eficaz como conocer algunas de sus definiciones de los otros. "En sí mismo-escribía de Francisco Sellén -llevaba como cierto escrúpulo, que es el de los que ya saben del mundo todo lo que tienen que saber, y andan con la luz venidera sobre el rostro." Y es el presentimiento de su breve vida lo que le hace decir en el mismo trabajo: "por la tierra hay que pasar volando, porque de cada grano de polvo se levanta el enemigo, a echar abajo, a garfio y a saeta, cuanto nace con ala".


"Vino de súbito-dirá de Wendell Phillips -a vivir entre los hombres, menores de espíritu en su mayoría, con todas las dotes sublimes y funestas de los mayores de espíritu." ¿En quién si no en sí mismo piensa cuando dice del orador norteamericano: "la pobreza, el destierro, la obscuridad del nacimiento, las amarguras del noviciado, toda esa levadura de la vida, que la pone a punto y acendra, para él no contó"? Suya es también la ternura abundante y como oceánica, la violenta necesidad del sacrificio en bien ajeno, el supra mundo que a él le atribuía.


Ecos de sueños enterrados, reminiscencias de quimeras perdidas le vienen a la pluma cuando hace el elogio de José Joaquín Palma: "tú eres de los que leen en las estrellas, de los que ven volar las mariposas, de los que espían amores en las flores, de los que bordan en las nubes. Tú tienes más del azul de Rafael que del negro de Goya. Tu mundo son las olas del mar: azules, rumorosas, claras, vastas. Tus mujeres son náyades suaves, tus hombres, remembranzas de otros tiempos".


Y cuanto dijo de Cecilio Acosta, ya citado, en su propio escudo puede grabarse: "él, que pensaba como profeta, amaba como mujer"; "andaba buscando quien valiese para decir por todas partes bien de él"; "lo vio todo en sí, de grande que era". "Le sedujo lo bello; le enamoro lo perfecto; se consagro a lo útil." "Tiene el talento práctico como gradas o peldaños, y hay un ta~ lentillo que consiste en irse haciendo de dineros para la vejez, por más que aquí la limpieza sufra, y más allá la vergüenza se obscurezca; y hay otro, de más alta valía, que estriba en conocer y publicar las grandes leyes que han de torcer el rumbo de los pueblos, en su honra y beneficio. El que es práctico así, por serlo mucho en bien de los demás, no lo es nada en bien propio."


"Sí hubo falta en Bolívar-dirá del Libertador: la de medir el corazón de todos los hombres por el suyo."


Es también la que a Martí pudiéramos imputarle. Porque narcisismo, idealismo, subjetivismo, ¿no se reduce todo eso, al cabo, a una cualidad directriz, rectora, que es la generosidad?


Generosidad que en Martí es irreflexiva, inconsciente, noblemente orgánica. "Gozaba, escribió al hablar de Bachiller y Morales, como si le reconocieran el suyo, cuando hallaba un mérito nuevo que admirar." Pero él va más lejos, y cuando no halla el mérito, lo inventa. "Ver grandeza es entrar en deseos de revelarla", dice una vez, y si la grandeza se apaga en los otros, la substituirá con la suya propia, recamará las almas transeuntes con oros extraídos de su fondo generoso, elevando los humildes hasta sí, mídico, munífico, aguijoneado por el fervor de sentirse hermano de los pobres de espíritu, dolorido si por acaso la virtud pasa a su lado y al punto, como aquel su mují en la torre de la mezquita, no la proclama con los brazos en alto, dando robustas voces para que la ciudad entera venga a contemplar la maravilla y alabar al Señor.





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Última Revisión: 1 de Septiembre del 2007
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