| Tú, que rigiendo de la noche el carro, | 
| sus sombras vistes de cambiantes bellos, | 
| dando entre nubes -que en silencio arrollas- | 
| puros destellos, | 
 para que mi alma te bendiga y ame, | 
| cubre veloz tu lámpara importuna... | 
| Cuando eclipsada mi ventura lloro | 
| ¡vélate, luna! | 
 Tú, que en mis horas de placer miraste, | 
| huye y no alumbres mi profunda pena... | 
| No sobre restos de esperanzas muertas | 
| brilles serena. | 
 Pero ¡no escuchas! Del dolor al grito | 
| sigues tu marcha majestuosa y lenta, | 
| nunca temiendo la que a mí me postra, | 
| ruda tormenta. | 
 Siempre de infausto sentimiento libre, | 
| nada perturba tu sublime calma... | 
| mientras que uncida de pasión al yugo, | 
| rómpese mi alma. | 
 Si parda nube de tu luz celosa | 
| breve momento sus destellos vela, | 
| para lanzarla de tu excelso trono | 
| céfiro, vuela. | 
 Vuela, y de nuevo tu apacible frente | 
| luce, y argenta la extensión del cielo... | 
| ¡Nadie ¡ay! disipa de mi pobre vida | 
| sombras de duelo! | 
 Bástete, pues, tan superior destino; | 
| con tu belleza al trovador inflama; | 
| sobre los campos y las gayas flores | 
| perlas derrama... | 
 Pero no ofendas insensible a un pecho | 
| para quien no hay consolación ninguna... | 
| Cuando eclipsada mi ventura lloro | 
| ¡vélate, luna! |