Damisela Mariano Aramburo, discurso de la Avellaneda.

Mariano Aramburo, discurso de la Avellaneda en la Literatura Cubana. Bandera de Cuba.

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Mariano Aramburo
Mariano Aramburo y Machado

Fragmentos del discurso pronunciado por el doctor Mariano Aramburo y Machado en el homenaje popular efectuado en el Malecón de La Habana, el 22 de marzo de 1914, con motivo del centenario de Gertrudis Gómez de Avellaneda.


“Cubanos:


“Levantad los corazones, henchid de noble orgullo vuestros pechos, porque en este claro día de gloria luce esplendorosa la más pura, la más dulce, la más grande de cuantas para los áureos blasones de nuestra patria ganaron los denuedos de sus hijos.


“La más pura, porque tejida fue por mano de hadas con limpia urdimbre de ideales; la más dulce, porque no de fuentes de sangre, sino de manantiales de amor brotara; la más grande, porque ninguna de las nuestras recorrió antes mayor parte de la tierra ni con tamaño acatamiento fue por el orbe difundida.


“Dentro de pocas horas, la aguja invisible que marca los giros del tiempo va a pasar por el mismo punto que en su ligero tránsito señalara hace cien años, en el dichoso instante de nacer la Avellaneda. Mañana hará un siglo que en la vieja ciudad de Santa María de Puerto Príncipe, entre las lobregueces de aquella época de la historia cubana, abrió los ojos a la luz de nuestro sol la mujer extraordinaria por quien el nombre de Cuba había de resonar con aplauso en todos los ámbitos del mundo civilizado.


“De aquella región de misterio que ni la ciencia ni la intuición han sabido descubrir todavía, donde se reciben gratuitamente los dones con que al destino place adornar a cada criatura, trajo la Avellaneda consigo fuego de amor en su corazón, alas de genio en su voluntad, soberanía de diva en toda su persona. La naturaleza embelleció su cuerpo con la hermosura proverbial de la mujer camagüeyana, y apoderó su alma con la fuerza creadora de la vocación, que tras germinar prestísimo, ayudada del estudio, hubo de revelarse irresistible en florescencia muy temprana, de energía, por lo opulenta, semejante a la que anima las valientes vegetaciones de nuestra selva, para acreditarse más tarde, llegada a plena madurez, en saludables frutos de arte imperecedero.”


Fragmento omitido: En este fragmento Aramburo y Machado hace mención de los regalos que los dioses griegos le obsequiaron a la ilustre Gertrudis Gómez de Avellaneda. Continúa Aramburo:


“Sin duda, de tan divina generación debió proceder un genio que sin ningún humano auxilio, en lucha recia contra las complicadas resistencias del medio, entre las sombras de la ignorancia que señoreaba en Cuba, y especialmente en la obscura y olvidada ciudad de su cuna, -donde nadie pudo tener más maestros que sus padres, porque de oficio no los había, ni mas escuela que la muda, desordenada, intermitente y casi clandestina de la lectura, a disgusto y con severa restricción tolerada, en los libros ni muy copiosos ni siempre excelentes de la corta biblioteca doméstica-, logró ya manifestarse a la sazón en que el candor satisface el gusto con pueriles pasatiempos, y con vigores tales, que en los años en que la infancia regala su apetito con golosinas y melindres, la Avellaneda saboreaba ya las graves delectaciones del estudio, y se ensayaba con ejercicios del arte en que había de ser modelo.


“A la edad en que las niñas remedan a las mujeres, la Avellaneda imitaba a los poetas, declamando versos de los clásicos castellanos y traduciendo a nuestra lengua selectas estancias de la rima francesa. A la edad en que las mujeres juegan a las muñecas, la Avellaneda jugaba a las pasiones, escribiendo dramas y comedias que con sus camaradas representaba en los únicos teatros que los camagüeyanos de entonces conocieron, los teatros vernáculos, toscamente construidos en los portales interiores de algunos de nuestros mejores caserones, junto al patio florido, para solaz de la familia y obsequio de las amistades, que en franca sociedad aplaudían, con aprobación con tentadiza de simples lugareños, la habilidad insegura de los precoces artistas.


“Ocupada en estos breves vuelos iniciales siguió en la adolescencia, hasta que, sintiendo estrecho el terruño para el poder ansioso de sus alas, confióse un día a las del viento, que amigas y servidoras de su ambición, la llevaron por sobre el mar hasta las playas de Europa, dejándola en el solar venerable de la raza, de donde nuestros padres vinieron a emprender en estas tierras de occidente la ruda epopeya de la civilización americana.


“Ya en suelo abonado y ambiente propicio, aquella hermosa planta de nuestro fértil Camagüey creció aprisa lozana y prosperó sin tardanza, y tiempo vino en que, ya hecha árbol de fuerte tronco y anchurosa copa, se elevó hasta igualar la altura de los más encumbrados ejemplares de la flora europea, y aun superó en grandeza y fecundidad a los más famosos de su sexo.”


Fragmento omitido: En este fragmento Aramburo y Machado compara a la Avellaneda con los escritores más aplaudidos de España. Continúa:


“Todo bien le fue dado hasta la hartura por la mano dispensadora de la Providencia: sólo el amor le negó su premio sabroso. El amor llenó su vida sin contentar su alma, antes bien, torturándola implacable con febriles desazones y congojas acerbísimas, desde la hora funesta en que, moza todavía, tropieza en su camino con un hombre que para satisfacer su sed de amar creyó nacido, y cuya personalidad, no revelada en ninguna biografía de nuestra poetisa, ha sido recientemente descubierta con la edición de las cartas amatorias de la Avellaneda: cuidadosa o indeliberada reserva que nos hizo caer en error en cuantos, hablando o escribiendo de nuestra Tula, pesando contrarios indicios y aquilatando noticias tan inciertas como desacordes, entre algunos de sus contemporáneos recogidas, hubimos de personificar en hombres diversos el objeto de aquella larga pasión, de que nunca llegó a sanar el vulnerado corazón de la amante cubana; si bien, por lo que a mí respecta, el mismo epistolario viene a confirmar la verdad del cariño, siquiera efímero, con que la Avellaneda honró algún tiempo en Madrid, en los días de su primera viudez, al ilustre García Tassara, "genial bardo sevillano, de luciente mirada y gallarda apostura", a quien hube yo de referirme con los anteriores epítetos en el Ateneo de aquella corte.


“Por esa publicación, obra de póstuma vanidad, que si de algo bueno sirve es para mostrar a la clara luz de su belleza, sin los velos del convencionalismo social, aquel magnánimo temperamento de mujer mártir del amor, sabemos ahora que no fue ningún poeta, ni hombre superior alguno, salvo en pasajeras relaciones el vate andaluz citado, quien tuvo la suerte de herir tan enconadamente la delicada sensibilidad de nuestra insigne paisana: fue un hidalgo aburguesado, natural de la ciudad de Osuna y vecino principal de la villa onubense de Almonte, en achaques de amor más apocado que resuelto, y en su trato con la Avellaneda más temeroso de su genio que rendido amador de su persona, cuyas únicas piezas literarias, ahora conocidas, consisten en algunos informes de agricultura remitidos a su gobierno desde el extranjero, por donde viajaba en comisión tan gratuita como benemérita.


“Bien se nota por esta última palabra, que es galardón de su civismo, cuán lejos se halla de mi mente el propósito de rebajar la memoria del buen provinciano español. Dígolo no más que por contraste, y porque sea patente la oposición espiritual que estorbó siempre la armonía entre aquellos dos seres tan desiguales, y que al cabo de innúmeros lances y peripecias, de frecuentes desvíos y reconciliaciones, haciendo imposible la unión en que la ardiente enamorada soñó asentar definitivamente su felicidad, vino a colmar su alma de cruel desesperanza, y ensombreció su vida con el dolor de una pasión tanto más rebelde cuanto más distante de aquietarse en la pacífica posesión del objeto apetecido. Pasión enraizada, que sobrevive al cambio de estado, que se mantiene dignamente oculta y por esfuerzo de voluntad briosa como domeñada bajo la ley de fidelidad conyugal, que resurge con su prístina gracia bajo las tocas de la viudez, y que probablemente subsiste angustiosa, y también dignamente reprimida, lo mismo entre los lazos del segundo matrimonio que en los años de la nueva soledad, para bajar inextinta al hondo silencio de la tumba, siempre adherida al corazón de la dañada víctima.


“A empujes del desengaño fue así sumergida su alma doliente en las aguas mansas y luminosas del misticismo, postrer asilo de su amor, venero de agridulces consolaciones con que parece desatarse de la tierra, romper las ligaduras de la materia, y escaparse en vuelo triunfante a las célicas cumbres dónde moro y brillo la esclarecida virgen de Avila.


“Es entonces cuando reverdecen en su sentimiento, para ya nunca marchitarse, las tristes flores de la elegía, y cuando llorando la desgracia de


“quien en turbio licor y estrecho vaso
“quiere apagar la sed que interna siente,

“cansada del mundo, hastiada de sus oropeles, necesitada de sosiego y anhelosa de bienes tan perfectos y cumplidos como no es dable alcanzar en la tierra a los mortales, alza su afligida voz al cielo para decirle en increpante pero resignada queja:


“Rompe mis lazos cual estambres leves;
“cuanto encumbra mi amor tu mano aterra;
“tú haces, Señor, exhalaciones breves
“las esperanzas que fundé en la tierra.


“Así, lo sé, tu voluntad me intima
“que sólo busque en Ti sostén y asiento:
“que cuanto el hombre en su locura estima
“es humo y polvo que dispersa el viento.

“Y como fue en ella fecundo en expansiones de arte el amor al hombre, el amor a Dios fuélo también en obras de misericordia, a que vivió dedicada sus últimos años, y en obras de literatura religiosa, compiladas en un devocionario, el mejor de cuantos se han escrito en lengua castellana, muy diferente por cierto de tantos libros de esa clase, formados con torpes desahogos de alambicada sensiblería, que para bien de la sólida piedad y en obsequio del buen gusto quisiera ver yo por aquel reemplazados en manos de devotas y creyentes.


“A su patria dio buena parte del robusto caudal de amor que su alma alimentaba, toda la que naturalmente correspondía a las particulares condiciones de su casa, de su tiempo y de su vida. No lo ignoren los ridículos negadores de su cubanismo, que para no ver incompleta su figura quisieran admirar en ella la bravía amazona que capitanea huestes revolucionarias, o a lo menos la astuta misionera de alguna conjuración libertadora, actividades por entonces harto apartadas de la realidad histórica en Cuba, y que legítimamente debieron hallarse, por tanto, muy remotas de las aspiraciones de una dama como la Avellaneda, que nace en hogar español, a un español entrega su corazón, de españoles acepta dos veces el yugo nupcial, a tono del diapasón de España templa su lira, y en España habita y vence y conquista la gloria que hoy proclamamos.


“Efusiones de su amor a Cuba son el dulce adiós que en soneto ni antes ni después mejorado dirige a la estrella de Occidente desde la nave que la conduce a Europa, el tierno saludo con que la bendice a su regreso, las estrofas laudatorias con que a sus paisanas enaltece, la elegía con que llora la muerte de nuestro Tirteo, sus demandas de justicia para la triste Antilla, la protesta contra su inconsiderada exclusión de la antología de poetas cubanos que proyectó Fornaris y la filial dedicatoria de sus obras, inestimable remate de sus prendas de cariño a la isla siempre amada.


“Si el nacimiento no fuera de por sí lazo indisoluble que en vida y en muerte nos ata a la tierra de nuestra cuna, paréceme que lo apuntado fuera bastante para demostrar la cordial vinculación de la Avellaneda a la patria cubana.


“¿Queréis medir ahora la magnitud de esta figura, que es nuestra, como nuestra es la cosecha de gloria que el trabajo de su genio aportara al acervo cubano? ¿Queréis conocer hasta qué cima subió su nombre? Pues sabed que ninguna otra persona de su sexo alcanzó jamás otra primacía igualmente universal en todos los espacios de la tierra y en todos los siglos de la historia, raro privilegio otorgado por el cielo a esta adorable mujer, de quien el tribunal de la docta crítica europea falló en sentencia nunca apelada, y por tanto ejecutoria, que fue la más grande -oídlo bien, cubanos-, la más grande entre las poetisas de todos los tiempos.


“Palabras de tanto precio que el oro en que han de esculpirse no será digno engaste de tanta superioridad, aunque la propia riqueza del metal fuera acrecentada con las más finas perlas del Océano y los más gruesos diamantes de Golconda. Palabras que no se han dicho de ninguna otra mujer, y que ningún pueblo sino Cuba puede grabar en su escudo, mirad si son gloriosas, y si su gloria es envidiable, que por merecerlas dieran otras naciones de aventajada existencia docenas de filósofos, legiones de caudillos y muchedumbre de poetas, que, todos juntos, con sus méritos y su renombre, no llegaran a sumar un valor equivalente al de esta primorosa singularidad, que es de cierto, y así debemos sentirlo los cubanos, el primero y el más alto de nuestros timbres de cultura.


“No en son de piedad compasiva venimos aquí a presentar ofrendas lastimeras. A honrar a Cuba venimos, que es honrarnos a nosotros mismos. Somos nosotros los favorecidos, y es nuestro legítimo orgullo el que se place con estos homenajes. Menguados fueran ellos si no supiéramos que cuantos podamos realizar en aras de gloria tanta serían siempre humildes y pequeños. Justos son los que rendimos a la Avellaneda en estas fiestas solemnes de su centenario. Tributos harto debidos las flores del campo, las cadencias de la poesía, los acordes de la música, los acentos de la oratoria y la reverencia afectuosa de todo un pueblo. Laudable la generosidad con que el Estado concede a Camagüey rica estatua que perpetúe en aquella ciudad el recuerdo de la altísima prez con que la ilustró su célebre hija.


“Mas todo ello no basta. Necesario es que la glorificación no quede limitada a estos espectáculos conmemorativos, ni reducida al angosto cuadro de una plaza provinciana. No es una gloria local la Avellaneda: a la nación entera pertenece, y al sentimiento nacional hay que servir decorando con soberbio monumento la capital de la República, para que todas las provincias y todos los cubanos puedan gloriarse en su magnificencia, y para que podamos mostrar al extranjero que visite nuestra metrópoli el venerado símbolo de nuestra admiración con la placentera ufanía con que los pueblos conscientes señalan a sus huéspedes los sagrados altares de su culto.”



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Última Revisión: 20 de Diciembre del 2007
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